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Cuadragésimo segundo día de confinamiento bajo el Teide. Me ha golpeado la mente hoy este texto de Kafka, que se me antoja muy oportuno en estos días. Lo copio aquí para tenerlo más a mano.

La Guancha. Sábado, 25 de abril de 2020
Música recomendada: Nights in white satin (The Moody Blues)

Cuando uno ha decidido definitivamente pasar la velada en casa, cuando se ha puesto la chaqueta más cómoda, se ha sentado después de la cena frente a la mesa iluminada, y comenzado algún trabajo o algún juego, después del cual podrá irse tranquilamente a la cama, como de costumbre; cuando afuera hace mal tiempo, y quedarse en casa parece lo más natural; cuando ya hace tanto tiempo que se está sentado junto a la mesa que el mero hecho de salir provocaría la sorpresa general; cuando además el vestíbulo está a oscuras y la puerta de la calle con cerrojo; y cuando a pesar de todo uno se levanta, presa de repentina inquietud, se quita la chaqueta, se viste con ropa de calle, explica que se ve obligado a salir, y después de una breve despedida sale, cerrando con mayor o menos estrépito la puerta de la calle; cuando se está en la calle, y se ve que los miembros responden con singular agilidad a esa inesperada libertad que se les ha concedido; cuando gracias a esta decisión se sienten reunidas en sí todas las posibilidades de decisión; cuando se comprende con más claridad que de costumbre que tiene más poder que necesidad de provocar y soportar con facilidad los más rápidos cambios, y cuando se recorre así las largas calles; entonces, por una noche, al separarse completamente de la familia, que se desvanece en la nada, uno se convierte en una silueta vigorosa, de atrevidos y negros trazos, que golpea los muslos con la mano, y se adquiere la verdadera imagen y estatura.

Todo esto resulta más decisivo aún si a estas altas horas de la noche se decide ir a casa de un amigo, para ver cómo está.

Trigésimo séptimo día de confinamiento bajo el Teide. Aquí os dejo una pesadilla que hace años convertí en cuento… Aunque nunca se sabe…

La Guancha. Lunes, 20 de abril de 2020
Música recomendada: Psycho killer (Talking Heads)

…El fragor del traqueteo le restallaba en las sienes, mojadas de helado sudor; sentía el vértigo de la velocidad en su estómago y sabía que el brutal choque no tardaría en llegar. Terror. Se vio desmembrado, reventado, convertido en una pulpa sanguinolenta entre los restos del metal retorcido. El vagón de su metro, sin control, iba lanzado en una carrera infernal hacia Montbau, y de allí a la desintegración contra el muro terminal. Pasaron, con un vibrante flash de luz, las últimas estaciones: Vallcarca, Penitents, Vall d’Hebron… Desesperado, con el corazón al borde del colapso, se apretó a su cartera y gritó, gritó…

Su alarido se confundió con los chillidos de fingida alegría que soltaba, impúdicamente, el locutor desde la estridente radio-despertador. Estaba sudando; empapado. Taquicardia. Domingo, cinco y media de la mañana. Otra vez aquella pesadilla perversa. Aquel maldito metro frecuentaba, desde hacía unas semanas, sus más espantosos sueños. Aunque nadie le había creído, ni su novia, ni sus compañeros de trabajo, ni incluso su madre, él estaba convencido de que aquel vagón, el de cada mañana, tenía una especie de vida siniestra y quería asesinarlo. Todos se reían cuando lo contaba. El mismo, después de descartar la locura, disimulaba y apartaba la idea de su mente. Pero tenía tantos indicios… Con las piernas aún temblándole y sus pensamientos fundiéndose en negro, se duchó, tomó un nescafé, pilló la cartera, salió de su casa y penetró en la noche camino a la boca del metro. Catalunya.

Todo había empezado banal, estúpidamente. Primero fue una puerta que se cerraba en sus narices antes que las del resto del vagón, haciéndole llegar tarde al trabajo. Después, una mano atrapada por sorpresa en la puerta. O un pie. Nada del otro mundo si no fuese por aquella sensación ominosa, sorda, que recibía de la misma esencia del tren. De acuerdo, él odiaba profundamente aquel convoy, el primero de la mañana, el suyo, el que cada día le llevaba al trabajo. Casi no podía soportarlo. Allí dejaba, entre apretujones sudorosos, los últimos jirones de sus sueños; allí perdía, entre miradas vacías, las últimas esperanzas, los últimos deseos. El maldito metro le devolvía a la anodina realidad de la que sólo escapaba durante su breve sueño. Cuando las puertas se cerraban tras él, desparecían definitivamente las locas fantasías que todavía acariciaba con el frescor urbano de la madrugada, en el solitario camino entre su casa y la estación. Si hubiese podido, habría volado aquel metro. El infame 2506.

Odiaba trabajar. Odiaba muchísimo trabajar en domingo. Y lo peor, otra vez aquel siniestro vagón. Lo oyó venir por el túnel, con ese ruido cansino que decoraba siempre su espera.

Tuvo la certeza de todo dos semanas atrás, cuando quedó atrapado en la puerta: dentro, una masa de carne le impedía el movimiento; en su estómago, la mórbida y firme dentellada de las gomas protectoras. Se salvó con un movimiento frenético en el último momento, cuando el final del andén ya se precipitaba contra su cuerpo, medio colgado en el vacío. Le pareció escuchar una risa salvaje, obscena.

Sin darse cuenta, entre morbosos pensamientos, se sorprendió en el viejo andén, completamente vacío. Madrugada del domingo. ¿Por qué le había cambiado el turno a su compañero? Odiaba trabajar. Odiaba muchísimo trabajar en domingo. Y lo peor, otra vez aquel siniestro vagón. Lo oyó venir por el túnel, con ese ruido cansino que decoraba siempre su espera. Con un chirrido metálico, frenó a la vez que se abrían sus puertas. Nadie. Entró y se acomodó en uno de los asientos. Por lo menos, disfrutaba de todo el vagón para él. De repente, mientras el metro aceleraba y entraba en el túnel, advirtió que, pero no, no podía ser… Y, sin embargo, no recordaba haber visto al conductor. No, debía estar distraído. El tren iba ganando velocidad progresivamente y, aunque instintivamente se cogió a la barra para contrarrestar la frenada, la siguiente estación pasó como una exhalación ante sus ojos. ¡No había parado en Paseo de Gracia! Notó la camisa pegada al cuerpo. Claro, no había nadie esperando y el conductor había decidido seguir adelante. Seguro. ¿Seguro?

La velocidad seguía aumentando. Sintió las primeras gotitas de sudor en la frente. Cuando atravesaron Diagonal a toda marcha, ya tenía la garganta completamente seca. El traqueteo empezó a ser anormal. Jamás había ido tan rápido. En Fontana tampoco paró. Ni en Lesseps. Un extraño frenesí le agarrotó las manos, que se apretaban compulsivamente a la cartera. Ya no podía distinguir los carteles de las estaciones, tan acelerado iba el tren, aunque las sabía de memoria: Vallcarca, Penitents… Cuando dejaron atrás Vall d’Hebron supo que iba a morir aplastado, machacado contra el muro de la estación término. Aterrado, pegajoso de sudor, con los ojos desorbitados y el corazón echando chispas, no pudo ni gritar.
Y ni tan siquiera sintió la fantástica colisión.

Trigésimo tercer día de confinamiento bajo el Teide. El pavoroso nihilismo de este cuento de hoy es, paradójicamente, un vibrante grito de esperanza en esta semana atroz que se ha llevado a mi madre y a tantos otros…

La Guancha. Jueves, 16 de abril de 2020
Música recomendada: The end (The Doors)

Los largos días del confinamiento iban transcurriendo con parsimoniosa monotonía, convirtiendo su vida en un paisaje cada vez más irreal. No parecía que la pandemia cediese en su embate, y algunos científicos ya apuntaban a un irremediable e incógnito repunte producto de una perversa y letal mutación del virus… Poco a poco, las declaraciones políticas comenzaron a advertir de una nueva prórroga, esta vez ya sine die, del encierro.

Solo, entre aquellas cuatro paredes y con un paisaje urbano de quieta desolación frente al pequeño balcón, asistió con extraña melancolía a cómo, día tras día, la ciudad se iba vaciando hasta de los mínimos servicios. Nadie se atrevía ya a desafiar el encierro con la amenaza en la calle del nuevo bicho, con una capacidad de infección y mortalidad cercana al cien por cien.

A las pocas semanas de ese nuevo enclaustramiento, una rara neblina pareció adueñarse del barrio, aunque, tras horas y horas de asomarse al balcón para gastar tiempo, le pareció descubrir que más que una bruma era como si la solidez de la realidad fuera perdiendo fuerza, sostén, perfil. Había momentos en que la avenida y todos sus edificios hasta temblaban levemente, como un televisor mal sintonizado.

A medida que pasaban los días, aquel efecto perturbador pareció aumentar. Poco a poco, el asfalto, la arboleda y las construcciones se iban difuminando, y no, no estaba loco. Comprobó por teléfono con su familia y sus amigos que la sensación no era sólo suya, que todos habían sentido lo mismo. Los media hablaban con cautela del fenómeno, que si micro polvo en suspensión, que si una extraña inversión meteorológica… No faltaron los profetas e iluminados que anunciaban con furia un inminente Armagedón.

Lo cierto es que, casi sin darse cuenta, las comunicaciones comenzaron a fallar. El celular ya no respondía, la radio se fue apagando y en la tele todos los canales eran nieve.

Luego, desde la total incomunicación, fue todo muy rápido. Un día se levantó, miró por la ventana y ya no había casi nada afuera. Todo el horizonte era una masa gris perla donde, sólo forzando mucho la mirada, se distinguían algunas manchas. Al día siguiente, ni eso: la grisura lo llenaba todo, por delante, por los lados, por arriba, por abajo.

Fue al tercer día de esa pesadilla visual, todavía en la cama, cuando sintió el terror, el vértigo, el final.
Aunque advirtió, atónito, que las paredes del piso se iban deshilachando hasta confundirse lentamente con el gris exterior que lo llenaba todo, ni se movió cuando el lacerante silencio lo fundió en la nada…

Trigésimo día de confinamiento bajo el Teide. En este lunes sin mona, propongo una reflexión, en forma de cuento, sobre si “el tiempo es la sustancia de que estamos hechos”…

La Guancha. Lunes, 13 de abril de 2020
Música recomendada: Time is tight (Booker T. & The MG’s)

“¡La memoria es la cárcel de nuestra infelicidad!”, chilló apasionadamente Gonzalo. El grito me hizo levantar los ojos, hipnóticamente fijados en su dry martini peligrosamente inclinado, con sorpresa. “Si pudiéramos liberarnos de ella -continuó con vehemencia- no habría obstáculos para vivir plenamente y llegar a ser felices sin la pesada carga de los recuerdos”.

El chorrito de martini que cayó inevitablemente sobre sus pantalones le hizo cortar el discurso bruscamente. Ni se fijó en las risas de los demás. Como cada noche, Gonzalo y sus fanatismos efímeros eran el eje de las conversaciones y las polémicas que acompañaban nuestras copas en el Dry Martini. Pero nadie se quejaba: gracias a sus osadas y muchas veces delirantes teorías, el entretenimiento y la discusión estaban asegurados hasta altas horas.
Aquella noche, sin embargo, capté en él un énfasis especial; una elaboración sofisticada más allá de lo que, habitualmente, no pasaba de ingeniosa boutade.

No volvió a proponer el tema hasta varias noches después. Ibamos a tres martinis por hora y eran las dos de la madrugada. El ambiente estaba suficientemente caliente y denso para que Gonzalo volviera a la carga. A pesar de que le noté un tanto ausente durante toda la velada, sus ojos volvieron a brillar con ferocidad cuando alguien, no recuerdo quien, brindó por los viejos tiempos. Fue como si se le hubiese disparado un resorte invisible. “¡Yo no levanto mi copa por eso! -dijo con una cierta brutalidad que nos sorprendió- porque el pasado, amigos míos, no existe. El pasado ya fue; el futuro lo desconocemos. Por tanto, sólo tenemos certeza de la existencia del presente. Brindo por ello; por ahora mismo”.

Nos miramos todos con una sonrisa displicente y brindamos. Al fin y al cabo, qué importaba. Gonzalo, atacado de nuevo, regresó a su verborrea habitual. “¿No os dais cuenta de que la memoria, los recuerdos, son el lastre que nos impide subir hasta la auténtica pureza? Sin esas servidumbres que nos atan al pasado podríamos renacer cada segundo como seres nuevos; podríamos estrenarnos constantemente, libres de culpas, condicionamientos y estúpidas alegrías deformadas por el tiempo. Lo importante es poder disfrutar de lo instantáneo sin limitaciones ni adjetivaciones. Sin miedos ni circunstancias preconcebidas. ¿No lo veis? Se trata de empezar de nuevo cada momento, limpios de mente y dispuestos a la sorpresa real”.

Aunque en ese momento pedimos otra ronda, Gonzalo, que ya exhibía una mirada neblinosa y lejana, se disculpó y, sin mucha ceremonia, abandonó el local. Nos quedamos un tanto atónitos. Ese no era su estilo. Agotamos la madrugada intentando comprender ese repentino cambio en nuestro amigo. Como siempre, llegamos a la conclusión de que sus disparatadas creencias le habían trastornado levemente. Solía ocurrirle. Hasta que descubría un nuevo filón dialéctico donde agarrarse. Así y todo…

Todos mis temores se acrecentaron en vista de su desaparición las siguientes semanas. Nadie sabía de él. Su móvil estaba desconectado. En su casa no contestaba. No pisó más las noches del Dry Martini

Curiosamente, tras ese episodio, Gonzalo estuvo varias noches sin acudir a la tertulia del Dry. ¿Se habría molestado con nosotros? Volví a verle al cabo de unas semanas, a primeras horas de la noche. Los demás todavía no habían llegado. Creo recordar que esa noche había fútbol en la tele. Se acercó a la barra con extraño sigilo y se sentó a mi lado. Estaba raro, como remoto. Todavía puedo sentir su extraña y extraviada mirada mientras, con cierta dificultad, ordenaba su acostumbrado martini al barman. Me pareció que no deseaba hablar. Con una anómala sensación en el estómago, apuré mi copa en silencio. Fue entonces cuando me cogió del brazo y pude sentir su desasosiego. Sus manos temblaban febrilmente. Bebió un largo trago y habló. “Creo que lo estoy consiguiendo -comenzó sin preámbulos- estoy logrando empezar a desprogramar mi memoria hasta llevarla a su estado inicial. ¿Sabes?, continuó, llevo varias semanas trabajando con técnicas de autolavado selectivo del cerebro y creo que voy a tener éxito”. Se quedó observándome con la copa en la mano sin decir nada más. De súbito, se levantó violentamente y se fue.

Me quedé allí, mirando el vacío que había dejado Gonzalo, completamente confuso. Sentí incluso un atisbo de terror. Esta vez Gonzalo corría peligro. Su teoría, pensé, podría no tener retorno.
Todos mis temores se acrecentaron en vista de su desaparición las siguientes semanas. Nadie sabía de él. Su móvil estaba desconectado. En su casa no contestaba. No pisó más las noches del Dry Martini.

Volví a encontrarle de casualidad. Esa fue la penúltima vez que lo vi. Iba paseando por las Ramblas y lo intuí entre los transeúntes. Avanzaba lentamente delante de mí y, desde atrás, lo abordé. Iba dejado y sucio. Se puso muy nervioso cuando me vio frente a él. No dijo nada; se zafó violentamente de mi mano y desapareció entre la multitud. Creo que ni tan siquiera me reconoció.

Aquella noche, en el Dry, Gonzalo, ausente, fue el centro de nuestra conversación. ¿Se estaba volviendo loco? ¿Tenía problemas personales? Nadie, no obstante, creyó mi terrible teoría. Yo estaba convencido de que Gonzalo se había lanzado al abismo de sus propias y dislocadas ideas. Gonzalo, aduje muy a pesar mío, ya era el olvido.

Pasaron las semanas y los meses. Todos, en mayor o menor medida, nos fuimos desprendiendo de su recuerdo. Hasta que, un frío y lluvioso atardecer de febrero, cuando llegué al Dry, el barman, muy excitado, me confió que Gonzalo había estado allí. “Se ha marchado no hace más de media hora”, dijo. Al parecer, había entrado directo a la barra y se había quedado en silencio ante el camarero, que le preguntó inútilmente que quería para beber. Me quedé pensativo. Evidentemente, había olvidado hasta su copa favorita, el dry martini.

El día siguiente, al mediodía, sonó mi teléfono móvil. Era la policía. Sentí que el corazón se me aceleraba sin control. Le habían encontrado en la habitación de una pensión de Ciutat Vella, con un tiro en la sien y frente a un espejo. Como Larra. Sólo conservaba una vieja agenda, en donde habían hallado mi número de teléfono.

Más tarde, frente a su cadáver tendido en el mármol del depósito, lloré. Una conversación, una pasión de café habían acabado con la vida de mi amigo. Pensé en que la tarde anterior habíamos estado a punto de encontrarnos en el Dry. Quizás si…
Y entonces supe de golpe la terrible verdad: no se había suicidado, como sostenía la policía; había asesinado a alguien que no conocía. A un completo desconocido. Delante del espejo de aquella pensión, a Gonzalo no le debió gustar lo que vio.

Vigésimo octavo día de confinamiento bajo el Teide. Hoy vamos con un cuento que escribí hace años, en pleno boom de la vanguardia adriática… Puro entretenimiento sabatino.

La Guancha. Sábado, 11 de abril de 2020
Música recomendada: Sweet Virginia (Rolling Stones) Recordando a Juli Soler

Desde que el gran Ferran Adrià se había retirado a una ignota isla paradisíaca donde, cuentan ciertas leyendas no comprobadas, vivía como un eremita a base de moluscos y cocos, y dando conferencias online, por supuesto, no había surgido en el planeta gastronómico, ocupado en un regreso recurrente a las cocinas tradicionales, ningún cocinero como P.

Lógicamente, P. se había formado en aquel mítico Bulli. P. mostró desde el principio, además de una rara perfección técnica (acaso obsesión), una sorprendente capacidad prospectiva y sintética en todo lo referente a la gastronomía. Muchos, al principio, lo calificaron de loco peligroso. Para él, contrariamente a las últimas tendencias, el producto era una rémora. Lo único decisivo eran las sensaciones. Todos recordamos, por ejemplo, sus polémicas grageas de paella valenciana. ¿Qué me decís de aquellas inyecciones intravenosas que colocaban en el cuerpo todo un menú degustación, con vinos, mientras el comensal se sumergía, a través de visores RV, en los platos originales? Aunque yo, particularmente, me quedo con sus revolucionarios, hoy ya clásicos, lo sé, mariscos mutantes… ¡Aquellas ostras-jamoneras! ¡Mmm!

Hay que reconocer que su progresión en lo culinario fue fulgurante. Tanto que, avanzando en sus tesis reduccionistas, pronto los fogones y las inducciones desparecieron de su coquinaria. Fue cuando diseñó su segundo restaurante, todo un éxito del momento. El que ofrecía sólo aromas. Su disparatada búsqueda del algoritmo sensorial perfecto, aquel que permitiera con el menor coste biológico llegar a las más altas cotas de sensaciones, lo llevó a diseñar el odódromo. Aún se exhiben en el MOMA de Nueva York sus famosas cajas de metacrilato, que él llenaba de olores para satisfacer a los clientes más vanguardistas.

Con la invención de los sensores cerebrales externos, P. logró llegar a la cima. Así, aquellos centros que creó en diversos países donde el público sentía, por estimulación directa del córtex, la sensación gustativa de sus creaciones. Ese software es todavía críptico para la mayoría del sector, a pesar de la multitud de copias piratas que aún hoy proliferan.

Tanta osadía, sin embargo, condujo a la catástrofe. En su arrebato creador, creyó que debía dar el paso definitivo: la ausencia total de materia, catalizadores o periféricos. Sólo la mente. Fue cuando se lanzó con sus, al principio, escandalosos “no restaurantes”. Establecimientos que imitaban los anacrónicos chill out y donde el cliente, cómodamente reclinado, recibía sólo una carta con el nombre de los platos propuestos. Como recordaréis algunos, al final ya sólo se servían platos vacíos. La idea era que el propio comensal crease sus sensaciones gustativas a partir de sus reflexiones. Si bien al principio fue la novedad y el eco mediático, pronto llegó el desengaño. Se empezó a hablar de fraude. Llegaron denuncias.
P., tras protagonizar pintorescas huelgas de hambre en defensa de sus tesis gastronómico-mentales, en poco tiempo pasó al olvido.

Lo encontraron muerto el otro día. Rodeado, al parecer, de un montón de jamones furiosamente roídos y de una cantidad enorme de latas de fabada asturiana vacías.
El parte médico fue escueto y terrible: sobredosis alimentaria.

Vigésimo séptimo día de confinamiento bajo el Teide. Una interesante fábula feminista avant la lettre para entretener este viernes de encierro e incertidumbre…

La Guancha. Viernes, 10 de abril de 2020
Música recomendada: Night of the warm witch (Skid Row)

El joven rey Arturo fue sorprendido y apresado por el monarca del Reino vecino mientras cazaba furtivamente en sus bosques. El rey pudo haberlo matado en el acto, pues tal era el castigo para quienes violaban las leyes de la propiedad, pero se conmovió ante la juventud y la simpatía de Arturo y le ofreció la libertad, siempre y cuando en el plazo de un año hallara la respuesta a una pregunta difícil. La pregunta era: ¿Qué quiere realmente la mujer?

Semejante cuestión dejaría perplejo hasta al hombre más sabio, y al joven Arturo le pareció imposible contestarla. Con todo, aquello era mejor que morir ahorcado, de modo que regresó a su reino y empezó a interrogar a la gente. A la princesa, a la reina, a las prostitutas, a los monjes, a los sabios y al bufón de la corte… en suma, a todos, pero nadie le pudo dar una respuesta convincente. Eso sí, todos le aconsejaron que consultara a la vieja bruja, pues sólo ella sabría la respuesta. El precio sería alto, ya que la vieja bruja era famosa en todo el reino por el precio exorbitante que cobraba por sus servicios.

Llegó el último día del año convenido y Arturo no tuvo más remedio que consultar a la hechicera. Ella accedió a darle una respuesta satisfactoria a condición de que primero aceptara el precio: quería casarse con Gawain, el caballero más noble de la Mesa Redonda y el más íntimo amigo de Arturo. El joven Arturo la miró horrorizado: era jorobada y feisima, tenía un solo diente, despedía un hedor que daba nauseas, hacía ruidos obscenos, sus eructos eran famosos por mantener alejados a los dragones de la región… Nunca se había topado con una criatura tan repugnante.

Todo el mundo comentaba el valor y coraje de Gawain al aceptar esta tortura para el resto de su vida por salvar la vida de su amigo

Se acobardó ante la perspectiva de pedirle a su amigo de toda la vida que asumiera por él esa carga terrible. No obstante, al enterarse del pacto propuesto, Gawain afirmó que no era un sacrificio excesivo a cambio de la vida de su compañero y la preservación de la Mesa Redonda. Se anunció la boda y la vieja bruja, con su sabiduría infernal, dijo:
-“Lo que realmente quiere la mujer es ser la soberana de su propia vida”. Todos supieron al instante que la hechicera había dicho una gran verdad y que el joven rey Arturo estaría a salvo. Así fue: al oír la respuesta, el monarca vecino le devolvió la libertad.

Pero menuda boda fue aquella. Asistió la corte en pleno y nadie se sintió mas desgarrado entre el alivio y la angustia que el propio Arturo. Gawain se mostró cortés, gentil y respetuoso.  La vieja bruja –en tanto- hizo gala de sus peores modales; engulló la comida directamente del plato sin usar los cubiertos, emitió ruidos y olores espantosos, dos veces debieron desalojar la sala luego de alguno de sus famosos eructos espantadragones. Todo el mundo comentaba el valor y coraje de Gawain al aceptar esta tortura para el resto de su vida por salvar la vida de su amigo. Finalmente, los recién casados se retiraron para su noche de bodas.

Cuando Gawain, ya preparado para ir al lecho nupcial, aguardaba a que su “esposa” se reuniera con él… ¡ella apareció con el aspecto de la doncella más hermosa que un hombre desearía ver! Gawain quedo estupefacto y le preguntó que había sucedido. La joven respondió que como él había sido tan cortes y atento con ella, la mitad del tiempo se presentaría con su aspecto horrible y la otra mitad con su aspecto atractivo. ¿Cuál prefería él para el día y cuál para la noche?

¡Qué pregunta cruel! Gawain se apresuró a hacer cálculos. ¿Preferiría tener durante el día a una joven adorable para exhibirla ante sus amigos y por las noches en la privacidad de su alcoba a una bruja espantosa? ¿U optaba por compartir el día con una bruja y disfrutar de una joven hermosa en los momentos íntimos de su vida conyugal?
Al oír esto, ella le anunció que sería una hermosa dama de día y de noche, porque él la había respetado y le había permitido ser dueña de su vida.

Vigésimo sexto día de confinamiento bajo el Teide. ¿Qué es un tesoro? Más allá de los primeros y opulentos pensamientos que se nos ocurren, es en realidad aquello que damos por supuesto y que, cuando nos lo quitan…

La Guancha. Jueves, 9 de abril de 2020
Música recomendada: Get ready (Rare Earth)

Toda su vida, toda dedicada a la búsqueda del secreto. El gran secreto de los hombres del desierto. El ignoto tesoro de la tribu azul. Tantos esfuerzos, viajes, estudios y peligros para, ahora, morir sin haberlo descubierto. La sed ya había dado paso a la agonía. Completamente deshidratado, quemado por el impío sol, ahogado por el denso aire caliente, sin gasolina, ni comida, ni agua, aguardaba tan sólo el olvido definitivo.

Arrastrándose por la arena, todos esos pensamientos, entremezclados con la historia de su vida, le mantenían con un hálito de vida. Eso y la visión, ya borrosa, del Jeep, que poco a poco se iba desdibujando en el horizonte que dejaba atrás. Lo curioso es que jamás había llegado a averiguar con exactitud cual era ese arcano tesoro celosamente guardado, durante siglos, por los nómadas del desierto. La ausencia de escritura en esas tribus trashumantes otorgaba todo el poder a la palabra, pasada de generación en generación sin rastro físicos. Esta circunstancia siempre le había fascinado.

Sus conjeturas se basaban en pesadas y crípticas conversaciones que, desde su juventud, cuando visitó por primera vez el desierto, había mantenido con sus habitantes. Al parecer, y desde tiempos inmemoriales, se sabía de un tesoro fabuloso escondido en alguna parte de las infinitas y temblorosas arenas. Años dedicados a la investigación de esas fuentes inciertas y multitud de penosos viajes más allá de los confines aconsejados habían fundamentado esperanzas de descubrir lo prohibido.

Pero fue una noche de hacía dos años, a la violenta luz de las estrellas, formando parte de una caravana, cuando, al abrigo de una haima, oyó por fin lo que estaba esperando: un punto cardinal, una abstracción geográfica tan solo, pero que era el primer dato que confirmaba sus sospechas. Después, el kif impidió más concreción. No consiguió nada más. Esa información, sin embargo, fue suficiente para ponerse en marcha. Hasta llegar aquí. A la mitad de la nada. Perdido.

Consiguió, por fin, remontar la duna. Atrás, el todo terreno ya había desaparecido. Y entonces lo vio. Sacudió la cabeza. No, no era un espejismo. Allí, a unos pocos metros, medio enterrada en la arena, se dibujaba una losa. Sacando sus últimas fuerzas, se abalanzó sobre ella. Limpió la arena. Destrozándose los dedos, poco a poco fue abriéndola. Se asomó al interior. No vio nada, sólo oscuridad. Tiró un puñado de arena y escucho. Nada. Por fin, decidió arriesgarse; agarrándose a la abertura, se descolgó: no tocó fondo. Ya no tenía opción. Se descolgó con furia. Fueron sólo dos segundos de incertidumbre y… se hundió en el líquido. ¡Agua! ¡Era agua! Arriba, la luz se enmarcaba, burlona e inalcanzable, en la pequeña abertura. Y se dio cuenta: el gran tesoro del desierto era… ¡el agua! Debió haberlo sabido.

Murió, entre desencajadas risotadas, ahogado en el tesoro a cuya búsqueda había dedicado la vida entera.

Vigésimo quinto día de confinamiento bajo el Teide. Procede en esta temporada que estamos sufriendo ser cautos con la información, y aplicar la sabiduría socrática…

La Guancha. Miércoles, 8 de abril de 2020
Música recomendada: Black night (Deep Purple)

Un día alguien llegó muy agitado ante Sócrates:
– Oye, Sócrates, como amigo tengo que contarte…
– Un momento, ¿has pasado lo que tienes que decirme por los tres coladores?
– ¿Tres coladores?
– Sí, amigo: tres coladores. El primero es la verdad. ¿Has comprobado que todo lo que vas a decirme sea verdad?
– No, lo he oído contar y…
– Bien, bien. Pero a buen seguro lo has hecho pasar a través del segundo colador, el de la bondad. Porque si no es del todo verdad lo que tienes que contarme, ¿tiene al menos algo de bueno?
– No, al contrario…
– Probemos, pues, de servirnos del tercer colador y preguntémonos si es útil contarme lo que tanto te agita.
– Útil, precisamente…
– Pues bien -dice el cuerdo de Sócrates- si lo que tienes que decirme no es ni verdadero ni bueno ni útil, olvídalo y no te preocupes más por ello que yo.

Los tres coladores de Sócrates pueden evitar que sirvamos de albergue a lo que amenaza, demasiado a menudo, con perturbar la atmósfera de toda una comunidad.

Vigésimo cuarto día de confinamiento bajo el Teide. El cuento de hoy es una llamada a la esperanza, una historia que muestra que la maravilla es posible, y que nunca nada está perdido del todo…

La Guancha. Martes, 7 de abril de 2020
Música recomendada: Please come home for Christmas (Johnny Winter)

Caminando bajo la lluvia, con la ropa y los zapatos completamente empapados, se refugió en remotos pensamientos. Todavía le quedaba un buen trecho para llegar a su casa, y la reflexión era el único paraguas que tenía contra los elementos. Hacía frío; las gotas de agua ya habían traspasado la camisa, mojando en helados chorretones su aterido cuerpo. Y, no obstante, su paso era cada vez más lento y parsimonioso. No quería llegar a su casa; no quería enfrentarse a su familia, su mujer y sus dos hijos, de esta manera. Nochebuena, y nada que ofrecer. Ningún regalo. Hacía casi un año que estaba en el paro, y cada día que pasaba la situación era más insostenible. Lo había intentado todo sin resultado. Ese día, había decidido comerse la vergüenza y conseguir algo de dinero limpiando parabrisas en algún cruce céntrico. Pero su fatal destino había decidido lluvia. ¡Cómo se había tragado las sonrisas conmiserativas de los conductores!

Después, había dado vueltas por la ciudad como un sonámbulo, buscando inútilmente algún anuncio de empleo. Su obsesión era conseguir un poco de dinero para regalarle algo a su mujer y sus hijos. Nada. Tras la desesperación, había pasado por la esperanza del milagro. Pero nadie, en las puertas de las tiendas en las que había hecho guardia, había resultado ser un duende maravilloso. El regreso a casa, con el aguacero pisando su dignidad, estaba siendo el final infeliz de una historia que se desarrollaba en blanco y negro. En negro.

Dobló la esquina y divisó su edificio. Intentó descubrir cual era su ventana; pero la lluvia, que cada vez caía más espesa, le impedía fijar la mirada. Frente a la construcción, brillaba el gigantesco árbol de Navidad que cada año instalaba el ayuntamiento. Sin saber que hacer, se dirigió a uno de los bancos y se sentó. Ni notó la humedad en el pantalón. Mirando fijamente las luces de colores, borrosas por la lluvia, recordó que de pequeño siempre había fantaseado con los regalos que colgaban de los árboles públicos. Aunque le habían asegurado que eran paquetes vacíos, llenos de papeles, él siempre había sospechado que dentro de las brillantes cajas debía haber algo. Algo maravilloso. Una vez, estuvo a punto de abrir uno de ellos, pero un guardia lo echó a empellones.

¿Y si…? Con los ojos extraviados y un extraño calor en su estómago, se acercó al árbol. Temblando, acercó sus manos a un paquete rojo que colgaba de la rama más baja. El papel, totalmente mojado, se deshizo en sus manos. Abrió lentamente la caja y, de repente, las luces parpadearon con más fuerza y dejó de sentir la lluvia.

Vigésimo tercer día de confinamiento bajo el Teide. Este cuento fue un encargo de Daniela y Niall (Cocina Futuro) para su especial sobre el bloody mary de hace dos años. Todo un arrebato…

La Guancha. Lunes, 6 de abril de 2020
Música recomendada: Blue valentine (Tom Waits)

Era un tipo brutal. Un toro desbocado. Aunque con un enorme éxito profesional. Pero ni este suceso logró darle una pizca de empatía. No, P. era hijo de la crueldad y la perfidia. La comprensión, la misericordia, eran cosa de débiles, clamaba a menudo mientras tomaba las más atroces decisiones empresariales. Lógicamente, no se le conocían amigos y la que fue su mujer, se decía, se había auto desterrado lejos de la ciudad y de él hacía años. No, P. era un solitario psicópata de su trabajo –la dirección general de un conocido grupo de comunicación- y sus relaciones se limitaban a una pequeña corte de aduladores y a alguna que otra noche de neones y humo. No, no se le sabían tampoco novias ni amantes. P. era un bárbaro.

Transcurría de esta insidiosa suerte su vida y nada indicaba que su trayectoria de malvado oficial fuese a truncarse, más bien al contrario: a medida que pasaba el tiempo, cada vez más aislado en su torre fortificada de marfil, P. iba pisando a todo el que se ponía por debajo, y ni el asfalto crecía tras de él.

Hasta que conoció a M. Fue en una de las coctelerías a las que acostumbraba a ir para darse un homenaje alcohólico tras un día de trabajo y furor. A pesar de su misantropía, allí podía charlar con el bartender y, a veces, pocas, con algún cliente transeúnte que desconocía su fama, aunque casi siempre se ubicaba, solo, en un rincón de la barra acompañado del diario y un whisky de malta.
La vio, sentada lánguidamente en los sofás, sorbiendo con parsimonia lo que parecía un bloody mary. Su mirada melancólica lo inquietó al momento. A los pocos minutos descubrió con desazón que no podía dejar de mirarla.

Tras aquella primera noche de sentimientos desnudos y ardor de madrugada, de un sturm und drang imposible, P. y M. ya no se separaron. La vida de P. dio un vuelco…

Ese rostro armonioso de desamparada belleza… Y esa tez pálida, casi transparente… Sintió una extraña nostalgia; pero, ¿de qué? No pasó demasiado tiempo hasta que resolvió acercarse a ella. Fue un abordaje fácil, recibido por M. con una tímida sonrisa. Al rato ya estaba compartiendo un bloody mary con ella, transitando por conversaciones íntimas que jamás se hubiese imaginado poder mantener. P., entonces, ni se dio cuenta de que se había enamorado…

Tras aquella primera noche de sentimientos desnudos y ardor de madrugada, de un sturm und drang imposible, P. y M. ya no se separaron. Sin advertirlo, la vida de P. dio un vuelco asombroso. Cuentan los que vivieron aquellos días raros que su habitual rictus se transformó en sonrisa, que comenzó a delegar funciones, que muchas tardes ya ni aparecía por el despacho…

P. y M., ajenos al mundo, convirtieron desde aquella primera tarde el bloody mary en su bebida fetiche. Cada día, estuvieran donde estuvieran –en casa, de viaje…-, no podía faltar el cóctel. Los mejores vodkas, zumos de tomates exclusivos, limones violentamente frescos, sales y pimientas exóticas, la worcestershire… Era como un sueño. Días de vodka y rosas.

Sin embargo, en el transcurso de los días y las noches, P. fue observando con preocupación una lenta pero progresiva decadencia física en M. Ni los mimos constantes, ni esas tardes apacibles bebiendo un bloody mary en los mejores lugares parecían iluminar el rostro de M., cada vez más marchito. M. se extinguía sin razón aparente ante sus ojos…

Un día, al atardecer, Barcelona deshaciéndose en la oscuridad frente a su terraza, P., como siempre, fue al mueble bar a preparar un bloody mary. Quiso la mala suerte que, cortando los limones, el cuchillo alcanzara su dedo y dejara caer un chorrito de sangre dentro del highball. P. se dispuso a cambiarlo cuando, atacado por una sorprendente sensación atávica en el estómago, pensó que no podía haber mejor muestra de amor que fundir su sangre con la de su amada M. Excitado como un niño, sin decirle nada a ella, le sirvió el vaso…

La velada fue, curiosamente, más animada que jamás. Cuando se acostaron, P. observó con sorpresa e incredulidad que la inquietante lividez habitual de la cara de M. se había tornado en un delicado rosa. Esa noche P. no pudo dormir. Tras examinar mentalmente las posibles razones de aquel repentino cambio en el aspecto y la jovialidad de M., ya de madrugada llegó a la conclusión de que fue la sangre, su sangre, la que obró la inopinada taumaturgia.

Por la mañana, después de la ducha, todavía sin poder sacarse sus elucubraciones de la cabeza pero ya fresco, volvió a caer en el abatimiento. ¡Qué absurdo! Esto no podía ser… No obstante, ya por la tarde, mientras preparaba el bloody mary, decidió volver a intentarlo. “Eres un estúpido”, dijo para su capote. Pero, mágicamente, volvió a funcionar. M. vibraba de vida, de risas, de color. P. no podía salir de su estupor.

Desde aquella segunda tarde, ya convencido locamente de la maravilla, se armó de un pequeño y fino estilete que ocultaba en su chaqueta y, en cada uno de los bloody mary que le mezclaba a M., le añadía un chorro de su sangre. Pero… Mientras M. estaba cada día más radiante, él iba cayendo en la postración. Y ni lo advertía. Ni cuando comenzó a desfallecer y a desmayarse sin motivo. Para él sólo existía M., sólo ella, nada más importaba.

La salud de P. fue de mal en peor hasta que, una hermosa tarde de nubes rosadas en el infinito, tras hacerse un tajo en la muñeca más generoso de lo acostumbrado por culpa de los temblores que lo aquejaban, llevó el bloody mary a la terraza y, tras dejarlo sobre la mesa y mirarse de nuevo en los alegres ojos de M., se desplomó…

Nadie sabrá si llegó a ver la enigmática sonrisa de M. mientras el mundo se le fundía suavemente a negro.