Trigésimo tercer día de confinamiento bajo el Teide. El pavoroso nihilismo de este cuento de hoy es, paradójicamente, un vibrante grito de esperanza en esta semana atroz que se ha llevado a mi madre y a tantos otros…

La Guancha. Jueves, 16 de abril de 2020
Música recomendada: The end (The Doors)

Los largos días del confinamiento iban transcurriendo con parsimoniosa monotonía, convirtiendo su vida en un paisaje cada vez más irreal. No parecía que la pandemia cediese en su embate, y algunos científicos ya apuntaban a un irremediable e incógnito repunte producto de una perversa y letal mutación del virus… Poco a poco, las declaraciones políticas comenzaron a advertir de una nueva prórroga, esta vez ya sine die, del encierro.

Solo, entre aquellas cuatro paredes y con un paisaje urbano de quieta desolación frente al pequeño balcón, asistió con extraña melancolía a cómo, día tras día, la ciudad se iba vaciando hasta de los mínimos servicios. Nadie se atrevía ya a desafiar el encierro con la amenaza en la calle del nuevo bicho, con una capacidad de infección y mortalidad cercana al cien por cien.

A las pocas semanas de ese nuevo enclaustramiento, una rara neblina pareció adueñarse del barrio, aunque, tras horas y horas de asomarse al balcón para gastar tiempo, le pareció descubrir que más que una bruma era como si la solidez de la realidad fuera perdiendo fuerza, sostén, perfil. Había momentos en que la avenida y todos sus edificios hasta temblaban levemente, como un televisor mal sintonizado.

A medida que pasaban los días, aquel efecto perturbador pareció aumentar. Poco a poco, el asfalto, la arboleda y las construcciones se iban difuminando, y no, no estaba loco. Comprobó por teléfono con su familia y sus amigos que la sensación no era sólo suya, que todos habían sentido lo mismo. Los media hablaban con cautela del fenómeno, que si micro polvo en suspensión, que si una extraña inversión meteorológica… No faltaron los profetas e iluminados que anunciaban con furia un inminente Armagedón.

Lo cierto es que, casi sin darse cuenta, las comunicaciones comenzaron a fallar. El celular ya no respondía, la radio se fue apagando y en la tele todos los canales eran nieve.

Luego, desde la total incomunicación, fue todo muy rápido. Un día se levantó, miró por la ventana y ya no había casi nada afuera. Todo el horizonte era una masa gris perla donde, sólo forzando mucho la mirada, se distinguían algunas manchas. Al día siguiente, ni eso: la grisura lo llenaba todo, por delante, por los lados, por arriba, por abajo.

Fue al tercer día de esa pesadilla visual, todavía en la cama, cuando sintió el terror, el vértigo, el final.
Aunque advirtió, atónito, que las paredes del piso se iban deshilachando hasta confundirse lentamente con el gris exterior que lo llenaba todo, ni se movió cuando el lacerante silencio lo fundió en la nada…

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