Trigésimo día de confinamiento bajo el Teide. En este lunes sin mona, propongo una reflexión, en forma de cuento, sobre si “el tiempo es la sustancia de que estamos hechos”…

La Guancha. Lunes, 13 de abril de 2020
Música recomendada: Time is tight (Booker T. & The MG’s)

“¡La memoria es la cárcel de nuestra infelicidad!”, chilló apasionadamente Gonzalo. El grito me hizo levantar los ojos, hipnóticamente fijados en su dry martini peligrosamente inclinado, con sorpresa. “Si pudiéramos liberarnos de ella -continuó con vehemencia- no habría obstáculos para vivir plenamente y llegar a ser felices sin la pesada carga de los recuerdos”.

El chorrito de martini que cayó inevitablemente sobre sus pantalones le hizo cortar el discurso bruscamente. Ni se fijó en las risas de los demás. Como cada noche, Gonzalo y sus fanatismos efímeros eran el eje de las conversaciones y las polémicas que acompañaban nuestras copas en el Dry Martini. Pero nadie se quejaba: gracias a sus osadas y muchas veces delirantes teorías, el entretenimiento y la discusión estaban asegurados hasta altas horas.
Aquella noche, sin embargo, capté en él un énfasis especial; una elaboración sofisticada más allá de lo que, habitualmente, no pasaba de ingeniosa boutade.

No volvió a proponer el tema hasta varias noches después. Ibamos a tres martinis por hora y eran las dos de la madrugada. El ambiente estaba suficientemente caliente y denso para que Gonzalo volviera a la carga. A pesar de que le noté un tanto ausente durante toda la velada, sus ojos volvieron a brillar con ferocidad cuando alguien, no recuerdo quien, brindó por los viejos tiempos. Fue como si se le hubiese disparado un resorte invisible. “¡Yo no levanto mi copa por eso! -dijo con una cierta brutalidad que nos sorprendió- porque el pasado, amigos míos, no existe. El pasado ya fue; el futuro lo desconocemos. Por tanto, sólo tenemos certeza de la existencia del presente. Brindo por ello; por ahora mismo”.

Nos miramos todos con una sonrisa displicente y brindamos. Al fin y al cabo, qué importaba. Gonzalo, atacado de nuevo, regresó a su verborrea habitual. “¿No os dais cuenta de que la memoria, los recuerdos, son el lastre que nos impide subir hasta la auténtica pureza? Sin esas servidumbres que nos atan al pasado podríamos renacer cada segundo como seres nuevos; podríamos estrenarnos constantemente, libres de culpas, condicionamientos y estúpidas alegrías deformadas por el tiempo. Lo importante es poder disfrutar de lo instantáneo sin limitaciones ni adjetivaciones. Sin miedos ni circunstancias preconcebidas. ¿No lo veis? Se trata de empezar de nuevo cada momento, limpios de mente y dispuestos a la sorpresa real”.

Aunque en ese momento pedimos otra ronda, Gonzalo, que ya exhibía una mirada neblinosa y lejana, se disculpó y, sin mucha ceremonia, abandonó el local. Nos quedamos un tanto atónitos. Ese no era su estilo. Agotamos la madrugada intentando comprender ese repentino cambio en nuestro amigo. Como siempre, llegamos a la conclusión de que sus disparatadas creencias le habían trastornado levemente. Solía ocurrirle. Hasta que descubría un nuevo filón dialéctico donde agarrarse. Así y todo…

Todos mis temores se acrecentaron en vista de su desaparición las siguientes semanas. Nadie sabía de él. Su móvil estaba desconectado. En su casa no contestaba. No pisó más las noches del Dry Martini

Curiosamente, tras ese episodio, Gonzalo estuvo varias noches sin acudir a la tertulia del Dry. ¿Se habría molestado con nosotros? Volví a verle al cabo de unas semanas, a primeras horas de la noche. Los demás todavía no habían llegado. Creo recordar que esa noche había fútbol en la tele. Se acercó a la barra con extraño sigilo y se sentó a mi lado. Estaba raro, como remoto. Todavía puedo sentir su extraña y extraviada mirada mientras, con cierta dificultad, ordenaba su acostumbrado martini al barman. Me pareció que no deseaba hablar. Con una anómala sensación en el estómago, apuré mi copa en silencio. Fue entonces cuando me cogió del brazo y pude sentir su desasosiego. Sus manos temblaban febrilmente. Bebió un largo trago y habló. “Creo que lo estoy consiguiendo -comenzó sin preámbulos- estoy logrando empezar a desprogramar mi memoria hasta llevarla a su estado inicial. ¿Sabes?, continuó, llevo varias semanas trabajando con técnicas de autolavado selectivo del cerebro y creo que voy a tener éxito”. Se quedó observándome con la copa en la mano sin decir nada más. De súbito, se levantó violentamente y se fue.

Me quedé allí, mirando el vacío que había dejado Gonzalo, completamente confuso. Sentí incluso un atisbo de terror. Esta vez Gonzalo corría peligro. Su teoría, pensé, podría no tener retorno.
Todos mis temores se acrecentaron en vista de su desaparición las siguientes semanas. Nadie sabía de él. Su móvil estaba desconectado. En su casa no contestaba. No pisó más las noches del Dry Martini.

Volví a encontrarle de casualidad. Esa fue la penúltima vez que lo vi. Iba paseando por las Ramblas y lo intuí entre los transeúntes. Avanzaba lentamente delante de mí y, desde atrás, lo abordé. Iba dejado y sucio. Se puso muy nervioso cuando me vio frente a él. No dijo nada; se zafó violentamente de mi mano y desapareció entre la multitud. Creo que ni tan siquiera me reconoció.

Aquella noche, en el Dry, Gonzalo, ausente, fue el centro de nuestra conversación. ¿Se estaba volviendo loco? ¿Tenía problemas personales? Nadie, no obstante, creyó mi terrible teoría. Yo estaba convencido de que Gonzalo se había lanzado al abismo de sus propias y dislocadas ideas. Gonzalo, aduje muy a pesar mío, ya era el olvido.

Pasaron las semanas y los meses. Todos, en mayor o menor medida, nos fuimos desprendiendo de su recuerdo. Hasta que, un frío y lluvioso atardecer de febrero, cuando llegué al Dry, el barman, muy excitado, me confió que Gonzalo había estado allí. “Se ha marchado no hace más de media hora”, dijo. Al parecer, había entrado directo a la barra y se había quedado en silencio ante el camarero, que le preguntó inútilmente que quería para beber. Me quedé pensativo. Evidentemente, había olvidado hasta su copa favorita, el dry martini.

El día siguiente, al mediodía, sonó mi teléfono móvil. Era la policía. Sentí que el corazón se me aceleraba sin control. Le habían encontrado en la habitación de una pensión de Ciutat Vella, con un tiro en la sien y frente a un espejo. Como Larra. Sólo conservaba una vieja agenda, en donde habían hallado mi número de teléfono.

Más tarde, frente a su cadáver tendido en el mármol del depósito, lloré. Una conversación, una pasión de café habían acabado con la vida de mi amigo. Pensé en que la tarde anterior habíamos estado a punto de encontrarnos en el Dry. Quizás si…
Y entonces supe de golpe la terrible verdad: no se había suicidado, como sostenía la policía; había asesinado a alguien que no conocía. A un completo desconocido. Delante del espejo de aquella pensión, a Gonzalo no le debió gustar lo que vio.

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