Trigésimo séptimo día de confinamiento bajo el Teide. Aquí os dejo una pesadilla que hace años convertí en cuento… Aunque nunca se sabe…

La Guancha. Lunes, 20 de abril de 2020
Música recomendada: Psycho killer (Talking Heads)

…El fragor del traqueteo le restallaba en las sienes, mojadas de helado sudor; sentía el vértigo de la velocidad en su estómago y sabía que el brutal choque no tardaría en llegar. Terror. Se vio desmembrado, reventado, convertido en una pulpa sanguinolenta entre los restos del metal retorcido. El vagón de su metro, sin control, iba lanzado en una carrera infernal hacia Montbau, y de allí a la desintegración contra el muro terminal. Pasaron, con un vibrante flash de luz, las últimas estaciones: Vallcarca, Penitents, Vall d’Hebron… Desesperado, con el corazón al borde del colapso, se apretó a su cartera y gritó, gritó…

Su alarido se confundió con los chillidos de fingida alegría que soltaba, impúdicamente, el locutor desde la estridente radio-despertador. Estaba sudando; empapado. Taquicardia. Domingo, cinco y media de la mañana. Otra vez aquella pesadilla perversa. Aquel maldito metro frecuentaba, desde hacía unas semanas, sus más espantosos sueños. Aunque nadie le había creído, ni su novia, ni sus compañeros de trabajo, ni incluso su madre, él estaba convencido de que aquel vagón, el de cada mañana, tenía una especie de vida siniestra y quería asesinarlo. Todos se reían cuando lo contaba. El mismo, después de descartar la locura, disimulaba y apartaba la idea de su mente. Pero tenía tantos indicios… Con las piernas aún temblándole y sus pensamientos fundiéndose en negro, se duchó, tomó un nescafé, pilló la cartera, salió de su casa y penetró en la noche camino a la boca del metro. Catalunya.

Todo había empezado banal, estúpidamente. Primero fue una puerta que se cerraba en sus narices antes que las del resto del vagón, haciéndole llegar tarde al trabajo. Después, una mano atrapada por sorpresa en la puerta. O un pie. Nada del otro mundo si no fuese por aquella sensación ominosa, sorda, que recibía de la misma esencia del tren. De acuerdo, él odiaba profundamente aquel convoy, el primero de la mañana, el suyo, el que cada día le llevaba al trabajo. Casi no podía soportarlo. Allí dejaba, entre apretujones sudorosos, los últimos jirones de sus sueños; allí perdía, entre miradas vacías, las últimas esperanzas, los últimos deseos. El maldito metro le devolvía a la anodina realidad de la que sólo escapaba durante su breve sueño. Cuando las puertas se cerraban tras él, desparecían definitivamente las locas fantasías que todavía acariciaba con el frescor urbano de la madrugada, en el solitario camino entre su casa y la estación. Si hubiese podido, habría volado aquel metro. El infame 2506.

Odiaba trabajar. Odiaba muchísimo trabajar en domingo. Y lo peor, otra vez aquel siniestro vagón. Lo oyó venir por el túnel, con ese ruido cansino que decoraba siempre su espera.

Tuvo la certeza de todo dos semanas atrás, cuando quedó atrapado en la puerta: dentro, una masa de carne le impedía el movimiento; en su estómago, la mórbida y firme dentellada de las gomas protectoras. Se salvó con un movimiento frenético en el último momento, cuando el final del andén ya se precipitaba contra su cuerpo, medio colgado en el vacío. Le pareció escuchar una risa salvaje, obscena.

Sin darse cuenta, entre morbosos pensamientos, se sorprendió en el viejo andén, completamente vacío. Madrugada del domingo. ¿Por qué le había cambiado el turno a su compañero? Odiaba trabajar. Odiaba muchísimo trabajar en domingo. Y lo peor, otra vez aquel siniestro vagón. Lo oyó venir por el túnel, con ese ruido cansino que decoraba siempre su espera. Con un chirrido metálico, frenó a la vez que se abrían sus puertas. Nadie. Entró y se acomodó en uno de los asientos. Por lo menos, disfrutaba de todo el vagón para él. De repente, mientras el metro aceleraba y entraba en el túnel, advirtió que, pero no, no podía ser… Y, sin embargo, no recordaba haber visto al conductor. No, debía estar distraído. El tren iba ganando velocidad progresivamente y, aunque instintivamente se cogió a la barra para contrarrestar la frenada, la siguiente estación pasó como una exhalación ante sus ojos. ¡No había parado en Paseo de Gracia! Notó la camisa pegada al cuerpo. Claro, no había nadie esperando y el conductor había decidido seguir adelante. Seguro. ¿Seguro?

La velocidad seguía aumentando. Sintió las primeras gotitas de sudor en la frente. Cuando atravesaron Diagonal a toda marcha, ya tenía la garganta completamente seca. El traqueteo empezó a ser anormal. Jamás había ido tan rápido. En Fontana tampoco paró. Ni en Lesseps. Un extraño frenesí le agarrotó las manos, que se apretaban compulsivamente a la cartera. Ya no podía distinguir los carteles de las estaciones, tan acelerado iba el tren, aunque las sabía de memoria: Vallcarca, Penitents… Cuando dejaron atrás Vall d’Hebron supo que iba a morir aplastado, machacado contra el muro de la estación término. Aterrado, pegajoso de sudor, con los ojos desorbitados y el corazón echando chispas, no pudo ni gritar.
Y ni tan siquiera sintió la fantástica colisión.

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