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Segunda entrega de Alberto Luchini. Esta vez, dos recomendaciones muy eclécticas para gastar sofá y TV. «Noche de bodas» y «Noche de juegos». Diversión garantizada.

“La noche me confunde”, decía un filósofo cubano en la década de los 90. “La noche no es para mí” cantaba en los años 80 el grupo Video (con la extraordinaria producción, por cierto, del mítico Tino Casal). Ambas afirmaciones le van como anillo al dedo a los protagonistas de dos producciones estadounidenses que se convirtieron en dos de las más agradables sorpresas de los últimos dos años y que actualmente son de lo más entretenido y divertido que se puede disfrutar en plataformas digitales: “Noche de bodas” (Movistar+) y “Noche de juegos” (Netflix).

La primera está codirigida por Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillett y, a primera vista, sólo a primera vista, se encuadra dentro del género de terror, porque en realidad es una comedia negra desenfrenada. Una mujer pasa su noche de bodas en casa de la muy peculiar familia de su marido y, para convertirse en uno de ellos de pleno derecho, tiene que cumplir una vieja tradición, participar en un viejo juego de mesa que incluye diversas pruebas. La que le toca es aparentemente sencilla, el escondite: consiste en que tendrá que esconderse hasta el amanecer e intentar sobrevivir mientras toda su familia política (niños incluidos) intenta matarla. A partir de aquí, el desmadre absoluto, con violencia a tutiplén, una protagonista desvalida que acaba convirtiéndose en una especie de Rambo, delirantes y muy gore muertes colaterales y todo tipo de situaciones descacharrantes rayanas en el surrealismo.

Visualmente impactante y desbordante de imaginación, irreverente e iconoclasta, la película tiene un ritmo frenético y no concede ni un respiro. Además, incluye ciertas cargas de profundidad sobre la sociedad (ay, esos linajes de rancio abolengo que se consideran tocados por la divinidad… o por Satán), el amor o la familia que la hacen ir un paso más allá de lo habitual en este tipo de cine. Y el final es una macabra, gozosa y desternillante fiesta de fuegos de artificio.

Y luego está, como secundaria, una despendolada Andie McDowell, como matriarca desaforada de su familia, cruel y ultraviolenta

Sin olvidarnos del reparto. Al frente del mismo, la guapísima actriz australiana Samara Weaving, que puedo prometer y prometo que no sólo no es Margot Robbie sino que ni siquiera son familia, aunque se parezcan como dos gotas de agua. De quien sí es pariente es del actor Hugo Weaving (el Agente Smith de la saga “Matrix” y Elrond en la saga “El señor de los anillos”), que es su tío. Antes de “Noche de bodas”, su carrera se limitaba a pequeños papelitos en cine y mucha televisión, con la protagonista de “La niñera”, de McG (curiosamente, otra comedia de terror satánico), como principal logro. Aunque no va a alcanzar la cotas de su “gemela” y compatriota, tiene todos los mimbres, talento, belleza y personalidad, para convertirse en estrella.

Y luego está, como secundaria, una despendolada Andie McDowell, como matriarca desaforada de su familia, cruel y ultraviolenta. Un personaje poco o nada habitual en la trayectoria de una actriz habituada a papeles dulces y encantadores y en la que, dicho sea de paso, pienso prácticamente a diario al levantarme por la mañana: su rostro, el de Bill Murray y el “I Got You Babe” de Sonny y Cher se me instalaron en la cabeza cuando empezó el pesadillesco día de la marmota que estamos viviendo y no sé si algún día seré capaz de sacarlos de ahí.

Rachel McAdams y Jason Bateman en “Noche de juegos”.Rachel McAdams y Jason Bateman en “Noche de juegos».

La segunda película en cuestión, también realizada por un tándem, John Francis Daley y Jonathan Goldstein, es formalmente un thriller pero, como la anterior, acaba siendo una comedia en toda regla. La protagonizan Max y Annie, un matrimonio loco por los juegos de mesa, que una vez a la semana se reúnen con sus amigos para dar rienda suelta a su salvaje competitividad. (Un inciso: ¿cuántas broncas familiares, o incluso hasta algún divorcio, no habrá provocado una intensa partida de Risk?). Hasta que aparece el hermano de él, largo tiempo ausente, y les involucra en un juego muy real en el que alguno de ellos va a ser secuestrado.

Con evidentes reminiscencias de “The Game”, el muy recomendable filme dirigido por David Fincher y protagonizado por Michael Douglas en 1997, “Noche de juegos” es, como su propio nombre indica, un juego, en el que la delgada línea roja entre realidad y ficción se traspasa, en un sentido o en otro, en varias ocasiones y las escenas de acción se alternan con gags, fundamentalmente verbales, muy conseguidos. Para el espectador es como jugar a un videojuego sin joystick o, mejor, al clásico MasterMind: no puede decidir qué es lo que va a hacer en cada momento cada personaje pero si puede jugar a anticipar sus movimientos.

Jason Bateman y Rachel McAdams demuestran ser unos muy notables comediantes y, encima, entre ellos hay una magnífica química. Los cinco minutos iniciales, en los que se cuenta cómo se conocieron y cómo se enamoraron sus personajes son impagables. Y el resto del metraje es un divertimento de altura, intrascendentente y brillante, para evadirse de la angustia de este día de la marmota. Maldita sea… ya me repiquetea otra vez en la cabeza ese monótono “I Got You Babe”…

Cuadragésimo noveno día de confinamiento bajo el Teide. Hoy te lo cuento con música: mi playlist en Spotify con los temas que resonaban en los autos de choque, donde gastamos adolescencia, sueños y humedades. Cuando éramos los más fardones… Dedicada al Loco y a todos los que, entonces, «fuimos los mejores». Y a Toni Riera.

La Guancha. Sábado, 2 de mayo de 2020

El programa de radio que hacíamos... Foto: Toni Riera.
El programa de radio que hacíamos… Foto: Toni Riera.

Cuadragésimo séptimo día de confinamiento bajo el Teide. Diego Guerrero, blues, rock y cocina entreverados, tal como lo viví en 2013…

La Guancha. Jueves, 30 de abril de 2020
Música recomendada: Hoochie Coochie Man (Muddy Waters) 

“On the seventh hours
On the seventh day
On the seventh month
The seven doctors say
He was born for good luck
And that you’ll see
I got seven hundred dollars
Don’t you mess with me
But you know I’m him
Everybody knows I’m him
Well you know I’m the hoochie coochie man
Everybody knows I’m him”
Hoochie Coochie man (Muddy Waters)

“Mi ‘crossroads’ es el huevo con pan”
Malasaña luce desapacible, con las calles mojadas y la atmósfera en gris “Madrid”. La luz y el confort aparecen, sin embargo, en la sonrisa de Diego y en un minucioso café, que calientan la charla matutina rodeada de guitarras… Larrivee, la Gibson homenaje a Robert Johnson, la Fender Telecaster… Diego, con un resplandeciente dobro en las rodillas, acaricia las notas de “Goin’ up to the country”, y Malasaña, a pesar de la ventana abierta al frío y la gasolina, nos sabe a vino y a dulce borrachera campestre…

Y hablamos y hablamos de blues y de cocina, de surf (“esas olas de Sagres, tío”) y de la noche, ese tiempo en el que Diego se funde con el Mississippi.
“Mi acorde favorito es el E 7 #9, el acorde ‘Hendrix’”. Suena en nuestros interiores Foxy Lady. Siempre el blues. O el huevo con pan, “que es mi blues”.
Y ya todo se llena de Diego…

El cielo sigue llorando en Malasaña y los cafés dan la alternativa alegre a las cervezas. Miramos atrás… De pequeño, Diego vivía en Vitoria, pero en medio de una banda sonora llena de blues sureño. Muddy Waters, John Lee Hooker… Los favoritos de su padre llenaban su mente de remotos campos de algodón, de Chicago eléctrico. Más tarde llegó el rock and roll, los Doors, la fiebre de James Brown, hasta Enrique Guzmán y los Tequila. Y Calamaro. “Llegué a bailar rock and roll”, recuerda. Leía las vidas de Marley, de Morrison… Pero escuchando el “Hoochie Coochie man” entendió que todo estaba en el blues. El propio Jimi Hendrix era blues.
Quiso tocar la guitarra, aunque acabó estudiando inglés. A los 18 años su fantasía se disparó hacia el dibujo, con lápiz y bolígrafo, a componer extrañas historias con los “Click” de Famóbil y a derramarse en rebeldía punk. “Molaba el ska de Kortatu…”

En la cabeza, sueños de Arzak, Subijana, Hilario, “La cocina del Mediterráneo” de Ferran; en la realidad, un camastro en un hotel de medio pelo compartido con un camarero. Blues de nuevo… Llantos y dolor

Momentos de inflexión. “I went down to the crossroad, fell down on my knees…”
Poco interés político –“mi posicionamiento es no posicionarme”- y una compleja vida interior. ¿Periodismo? ¿Bellas Artes? ¿Cocina? La cocina ganó, a pesar de que cuando hizo su primera hamburguesa solo tuvo que llamar para saber si había que echarle sal. Contra la opinión de su padre, que le habló de la parte dura del oficio, Diego porfió. Escuela de Hostelería de Bilbao. Su auto movimiento revolucionario resultó ser certero: salió del centro con matrícula de honor. Veranos con Martín Berasategui, coincidencia con Oriol Castro. Y Madrid. Contrato en el restaurante Goizeko, donde se propone aprender en firme las bases de la cocina. En la cabeza, sueños de Arzak, Subijana, Hilario, “La cocina del Mediterráneo” de Ferran; en la realidad, un camastro en un hotel de medio pelo compartido con un camarero. Blues de nuevo… Llantos y dolor.

Diego Guerrero 2013.
Diego Guerrero 2013.

“Trouble and sorrow keep knocking at my door…” Tras un mes en la oscuridad, consigue meterse en una casa del propietario y se hace la luz, aunque currando como un loco. Pasa a un piso compartido. Por fin, piso propio en Huertas. Y 22 años. Momento de objeción de conciencia y regreso a Vitoria, al restaurante Ikea y a El Refor, en Amurrio, recomendado por una tía suya, donde le arreglan el marrón a cambio de que se haga cargo de la cocina. Bodas, bautizos, peleas… Nada nuevo tras haber “probado” el duro régimen castrense de Berasategui, aunque Diego prefiere “el buen rollo a la ley marcial”. Al año ya es socio del restaurante, incluso abren un segundo. Mucha bronca y aparecen valores como la entrega en el trabajo, el sacrificio. En 2001 gana el Pil Pil de Gastronomía con el huevo con pan, es mencionado por la Michelin y a punto está de ganar una estrella.

Diego ha trabajado fino, ha leído mucho y ha comenzado a fraguar un carácter culinario gracias a la tralla incesante: menú del día para ejecutivos; menú del día para trabajadores; menú el día para críticos; banquetes… “Meet me at the bottom, don’t lag behind, bring me my boots and shoes…” Necesidad de hacer algo más, de expresar. Los cursos de Ferran Adrià en el Aula Chocovic le dan la clave: “pensar”. Magia, hermanos. Y en ese final de la cocina francesa, de las recetas de contrabando, de auge de la cocina vasca y de la consagración de Ferran, Diego viaja a la luz. Inflamado de creatividad, acepta el reto de volver a Madrid, a un tal Club Allard que le propone un cliente amigo.
Vuelta a la casilla de partida. Cocina básica, pretérita, para una parroquia rancia. Plato de jamón y muselinas a “gang bang”.

Diego no tiene ni agencia de comunicación. Ha sido un largo camino sin bombos mediáticos, sin oropeles. Noches de blues y días de trabajo y reflexión culinaria. “Lo importante es mi cabeza y crear platos que me sorprendan a mí”. La felicidad del trabajo deseado

El Club Allard y la conjura del silencio
El pasado y la naftalina son el desafío a batir. De un restaurante de “generales”, de gente huraña y cerrada, Diego, a medias con El Refor, vuelve a comprometer sus cojones por el proyecto. “Debe funcionar”. El Refor se descuelga, claro, y comienza la “revolución silenciosa” de Diego Guerrero. No padrinos, no nada. “I live on a lonely avenue…” Amigos sí, conjurados incluso, pero críticos… ni uno, excepto la gente de El Mundo. Diego acaba de repelar su carácter, y durante 10 años entiende que el verdadero premio es la gente, no los galardones ni el brillo titilante. De hecho, en estos tiempos en que para ser un chef respetado conviene hacerse con una “asistente” que mande mails de Perogrullo y acompañe en público, Diego no tiene ni agencia de comunicación. Ha sido un largo camino sin bombos mediáticos, sin oropeles. Noches de blues y días de trabajo y reflexión culinaria. “Lo importante es mi cabeza y crear platos que me sorprendan a mí”. La felicidad del trabajo deseado. “Trabaja en lo que ames y nunca más trabajarás”, decía Confucio.

El Club Allard es, pues, una evolución en sordina, un camino solitario en busca de la expresión de lo introspectivo. Diego en movimiento. “Que cada pase cree expectativas insospechadas”. Estimulación de los sentidos, fervor por la risa, pasión por el flipe. La alucinación lúdica como hilo conductor de platos que se auto explican con la ayuda de la sala. Se empieza con una tarjeta de visita comestible y ya no paran de pasar cosas…
“Tenía dos opciones: o quedarme en Amurrio para echar panza o… ¡rock and roll!”

El blues de la cocina
En la noche te escuchas a ti mismo, afirma Diego. En la noche, ya de madrugada, tras el servicio, en Malasaña, Diego es un “bluesman” secreto… Desde hace cuatro años aprende y ejercita la guitarra en la soledad estentórea de su sofá y su pequeño amplificador. Púas y “bottleneck”. Madera y metal. Contundencia y “slide”. Robert Johnson y Keith Richards.

En Diego la guitarra y la cocina son complementarias, se enroscan una con la otra buscando nuevas sensaciones, nuevas fantasías, aunque cada una con paisajes distintos. En ambas pasiones, sin embargo, “se trata de estilo”.
Se dice que Robert Johnson vendió su alma al diablo en un cruce de carreteras (“crossroads”) para ser el mejor guitarrista de blues; Diego selló el pacto el día que imaginó el ravioli de pan, huevo y panceta, que fue el comienzo de todo.
Entonces, nos envuelve con su pequeña Gibson en los sudorosos antros del delta del Mississippi.
Ese pegajoso calor sureño del invierno de Malasaña…

“You’d better come on in my kitchen
babe it going to be rainin outdoors
Ah the woman I love
took from my best friend
Some joker got lucky
stiole her back again
You’d better come on in my kitchen
babe it going to be rainin outdoors
Oh-ah she’s gone
I know she won’t come back again
I’ve taken the last nickel
out of her nation sack
You’d better come on in my kitchen
babe it going to be rainin outdoors
When a woman gets in trouble
everybody throws her down
Lookin for her good friend
none can be found
You’d better come on in my kitchen
babe it going to be rainin outdoors
Winter time’s comin
its gonna be slow
You can’t make the winter babe
thats dry long so
You’d better come on in my kitchen
babe it going to be rainin outdoors”
Com on in my kitchen (Robert Johnson)

Robert Johnson.
Robert Johnson.

Robert Johnson
El hombre que vendió su alma por un “riff”

Robert LeRoy Johnson nació en 1911 en Hazlehurst, al sur del estado de Mississippi, como resultado de un polvo de una noche que su madre, hija de esclavos, pegó con un jornalero de paso (un tal Noah Johnson), por lo que averiguó como se llamaba realmente sólo muchos años después, cuando su madre se lo confesó. Fue el undécimo hermano de una familia negra. Su futuro, bajo esas estrellas desafortunadas, no presagiaba nada bueno… “Bad luck and troble, two of my best friends…”

La música comenzó a atraerle ya de niño – la armónica- y finalmente, tras fingir problemas de vista, logró salir del colegio y dedicarse a lo que le gustaba, a pesar de no ser demasiado diestro en ello. Sin embargo, pronto se enamoró de la guitarra y de todo aquello que llevara faldas, empezando a cultivar fama de “back door man” (amante de mujeres casadas, definido en los blues como “el hombre de la puerta de atrás” por razones obvias) y de guitarrista mediocre. Esta vida de pasión y engaño lo obligó a huir y a cambiar de nombre más de una vez, perseguido por maridos celosos en busca de venganza.

En 1929 se casó con Virginia Travis, de 16 años; pero aquella felicidad fue efímera, puesto que la niña, y el bebé, murieron durante el parto. Fue en esta circunstancia de tristeza extrema cuando le “pilló” el blues, lo que lo llevó a viajar y tocar con conocidos “bluesmen” de la época aunque sin éxito ni relevancia alguna. Más tarde se casaría de nuevo, en esta ocasión con Esther Lockwood, madre de Robert Lockwood Jr., quien sería a su vez intérprete de blues…

Y es entonces cuando se produce el cambio definitivo en su vida. De ser un guitarrista del montón comienza a destacar con unas técnicas innovadores y con un control asombroso del “bottleneck” (arrastre del cuello de una botella por el mástil). Los amigos y conocidos empiezan a sospechar algo raro ante esta repentina y sorprendente transformación, y se empieza a murmurar que Robert ha hecho un pacto con el diablo…

Aunque parece ser que Robert tomó clases con Ike Zinnerman (del que se decía que mejoraba su digitación por las noches, en el cementerio) durante unos meses, y de ahí su progreso en el estilo, frases como la que pronunció el legendario guitarrista Son House –“ha debido vender su alma al diablo para tocar así”- agrandaron las sospechas de trato diabólico.

Y poco a poco se fue dibujando una historia negra y terrible… Es fama que  Robert Johnson vendió su alma al diablo una noche en el cruce de la actual autopista 61 con la 49 en Clarksdale (Missisipi), a cambio de tocar blues mejor que nadie. Esperó en el cruce de caminos (“crossroads”) hasta medianoche, con la guitarra, hasta que el diablo convirtió sus manos en puro virtuosismo.

Robert quiso seducir a la mujer del dueño del local, el “Three Forks”, que había sido amante suya,  y el propietario, ciego de celos, le dio una botella de whiskey abierta. Antes de que Robert pudiera beber, Sonny se la quitó y la rompió advirtiéndole que nunca bebiera de una botella abierta

Robert tocó por todo el sur de Estados Unidos. Nunca se quedaba en el mismo lugar, huyendo constantemente, aunque es más creíble pensar que esa trashumancia se debía más a sus constantes aventuras amorosas que a esotéricas cuestiones demoniacas. El público clamaba que Robert tenía magia en sus manos. Su  guitarra sonaba como si fueran dos (prueba de ello es que Keith Richards, tras escucharlo por primera vez, quiso saber quién era el “otro” guitarrista).

El propio Robert se encargó de magnificar el maleficio que el público veía en él. Algunas de sus propias canciones, como “Crossroads” o “Me and the devil blues”, hablan de su pacto satánico…
“Early in the morning, when you knock at my door, Early in the morning, when you knock at my door, I said Hello Satan, i believe it’s time to go”.

A mitades de los años 30 del XX fue descubierto por un promotor musical, y entre noviembre de 1936 y junio de 1937 grabó 29 canciones, algunas con dos tomas, que junto con dos fotografías son el único testimonio de su arte y su existencia.

Su leyenda se disparó y sus conciertos eran muy deseados, en buena parte por ver en persona al supuesto “socio” de Belcebú, que tocaba siempre en penumbra para ocultar su técnica o que desparecía del escenario a mitad de actuación. Pasaban vertiginosamente las ciudades y las mujeres en un camino enloquecido hacia el infierno que encontró, finalmente, cuando el diablo se cobró su deuda en un viejo bar de Greenwood, Carolina del Sur, mientras charlaba y bebía con otro mito, Sonny Boy Williamson, antes de salir al escenario. Robert quiso seducir a la mujer del dueño del local, el “Three Forks”, que había sido amante suya,  y el propietario, ciego de celos, le dio una botella de whiskey abierta. Antes de que Robert pudiera beber, Sonny se la quitó y la rompió advirtiéndole que nunca bebiera de una botella abierta; pero Robert no le hizo caso y pidió otra, también abierta. Aquel whiskey iba mezclado con estricnina…

En plena actuación, Robert abandonó el escenario y desapareció en la noche. Estuvo tres días retorciéndose de dolor hasta que murió. Era 16 de agosto de 1938. Robert tenía 27 años, los mismos que tenían al morir Jim Morrison,  Jimmy Hendrix, Janis Joplin o Kurt Cobain.
La sombra del diablo es alargada…

2012.
2012.

La creatividad de Diego, el menú
“Yo no tengo un método creativo; yo tengo imaginación”. Diego bulle de sueños surgidos de lo cotidiano, de los que lo rodea. ¿Una tarjeta comestible? Sí, sería como recibir pero de una forma muy gastronómica… Consecuencia, una oblea impresa con tinta alimentaria que luego daría paso a posavasos, a “tacos” para envolver caviar…

La tarjeta viene con una espuma de mayonesa de merken. La trufa de caza. La niebla y los aromas a hierbas de la mañana en el bosque envolviendo densos sabores a pichón, a foie gras, a hongos… Diego trabaja la cocina como trabaja la música: la idea del plato en tres acordes; el ensueño son los arreglos.

Huevo con pan y panceta sobre crema ligera de patata y trufa. Ravioli crujiente. “Mi ‘Sweet home Chicago’”. El primer plato creativo de Diego (2001) con repercusión, porque ganó el Pil Pil del año y porque ha sido muy copiado por unos y por otros

La hoja de caviar con crema de coliflor. Robuchon en el horizonte. Trabajo del caviar en tres texturas, la vuelta de tuerca. “Mini babybel” de Camembert trufado. El juego visual, la inspiración en lo habitual. Piel de remolacha para un “snack” premiado y altamente gratificante. Tapa de pez mantequilla. Más diversión: sobre una lámpara que ilumina y calienta la “tapa” de algo nori; debajo un caldo sukiyaki sobre el que romper y mezclar la “tapa”. Sensaciones asiáticas. Papillote de setas y verduras de temporada con sal de Añana. Gusto por la puesta en escena del deseo. Aromas disparadas al cortar el celofán, que se mantiene hinchado gracias a unas piedras calientes en la base. Texturas extravagantes. “Un bloguero gilipollas que, según dijo, ‘vino a pillarme’, se quejó de que el papillote quemaba”. Gilipollas, sí. Cococha de salmón ahumada con caldo corto de azafrán, erizo, aire de coco y “cangrejo” de plátano macho. “Freí el plátano y me salió en forma de cangrejo. Lo pinté con remolacha para dar más color y luego con esencia del mismo cangrejo para darle potencia de sabor”.

2012.
2012.

Huevo con pan y panceta sobre crema ligera de patata y trufa. Ravioli crujiente. “Mi ‘Sweet home Chicago’”. El primer plato creativo de Diego (2001) con repercusión, porque ganó el Pil Pil del año y porque ha sido muy copiado por unos y por otros. Rejo “fuciformis”. La seta arbórea tratada como las angulas. Lubina con dos salsas, (y servida en directo) reducción de espinas con Pu-erh, canela y limón, que convierte las pinturas de ajoblanco y ajonegro en una nueva salsa…

Pichón de Araiz con arroz “socarrat” de trufa y setas de temporada. Trampantojo de nieve para reforzar la potencia del bosque, del invierno.

La pecera o recreación de un acuario. Peces que son nubes de té rojo y frambuesa, mejillones que son chocolate y plata, corales de chocolate blanco, espuma de yoghourt, curaçao azul… El ya famoso huevo poché, de chocolate, coco y mango, de una perfección visual enmudecedora. Efecto textural que no delata el engaño ni al romperlo…
Y luego el Buda que sale entre las nieblas para relajarnos con los “petis”…

El show que nunca termina…
Son las 10 de la mañana y la cocina de Club Allard ya vibra de actividad y emoción. Suenan con estridencia los Credence Clearwater Revival acelerando con su frenética cadencia la “mise en place”. Tomamos café como profesionales y nos dejamos llevar por el espíritu del “bayou”. Pan con mantequilla con todo el equipo… Diego, cuando no es de noche, vive en la cocina, porque ahora, con el restaurante disparado, tiene una responsabilidad más allá de lo creativo, más allá de la diversión.

Su próximo local tendrá música en vivo, habrá instrumentos y los menús acabaran en “jam sessions”…
Diego tiene a su “mojo” trabajando, amigos…

“I’m goin’ get up in the mornin’, I believe I’ll dust my broom
I’m goin’ get up in the mornin’, I believe I’ll dust my broom
Girlfriend, the black man you been lovin’, girlfriend, can get my room
I’m gon’ write a letter, telephone every town I know
I’m gon’ write a letter, telephone every town I know
If I can’t find her in West Helena, she must be in East Monroe I know
I don’t want no woman, wants every downtown man she meet
I don’t want no woman, wants every downtown man she meet
She’s a no good doney, they shouldn’t allow her on the street
I believe, I believe I’ll go back home
I believe, I believe I’ll go back home
You can mistreat me here, babe, but you can’t when I go home
And I’m gettin’ up in the mornin’, I believe I’ll dust my broom
I’m gettin’ up in the mornin’, I believe I’ll dust my broom
Girlfriend, the black man you been lovin’, girlfriend, can get my room
I’m gonna call up Chiney, see is my good girl over there
I’m gonna call up China, see is my good girl over there
‘F I can’t find her on Philippine’s island, she must be in Ethiopia somewhere”
I believe I’ll dust my broom (Robert Johnson)

Cuadragésimo quinto día de confinamiento bajo el Teide. Jordi Roca y sus infinitos colores como expliqué en la revista Cookcircus en 2013. Los orígenes del mito…

La Guancha. Martes, 28 de abril de 2020
Música recomendada: Don’t let me be misunderstood (The Animals)

En la familia Roca las decisiones se toman por “minoría”. Es decir, es uno de los tres quien, por creencia y potencia, acaba siempre convenciendo a los escépticos otros dos. Jordi Roca es siempre el más inquieto y osado. ¿Y si vaciamos un cartucho de pólvora, lo llenamos con especias, lo cargamos en la escopeta y acribillamos al bicho?

Jordi es la esencia creativa del triedro Roca, una geometría de virtuosismos diversos que convergen en un espacio de sensaciones multidimensionales.
Jordi pasó de ser “el nen de la casa” (“el chiquillo”) a dirigir y fantasear el taller de creación de El Celler de Can Roca, muy probablemente el mejor restaurante del mundo.
Jordi está hecho de remotas soledades de barrio, de calurosas conversaciones de bar, de sueños ¿imposibles?, de miradas insondables y de juegos arcanos.
Jordi, el Roca inaprensible, está hecho de la materia del misterio.

Abre el Celler con parsimonia a primeras horas de la mañana, el frío afilando entre el gris metálico de la humedad los anodinos perfiles urbanos del barrio de Taialà. Jordi, café humeante en mano, recuerda cuando tenía 10 u 11 años, cuando era el pequeño de la casa, o mejor, el pequeño del bar, porque su vida transcurría entre el bar-restaurante Can Roca y el piso de arriba, donde dormía. “Mis padres era propietarios del edificio y alquilaban habitaciones –rememora-, y yo consideraba a todos los huéspedes parte de la familia”. Los compañeros de clase de Jordi, en aquellos tiempos, tenían familias “normales” y vivían en casas “normales”. Jordi era el diferente, porque su casa era franca, estaba poblada de personajes distintos a los habituales padres y hermanos, tenía una sala de juegos con barra, plancha y botellería, y las relaciones humanas eran heterodoxas y abiertas. Para el joven Jordi el mundo era una tertulia de fonda, y la gastronomía –palabra que le oía a sus hermanos mayores, Joan y Josep– sonaba a idioma marciano. “El único referente gastronómico de entonces para mí era el jamón ibérico, del cual me enamoré muy pronto”.

A los 13 años, por Reyes, sus padres le regalaron un futbolín. Pero le duró poco, porque le fue “requisado” por sus hermanos, que mataban el tiempo jugando cuando no había clientes. Fue este un primer mal punto de Jordi con la restauración. No el único. A los 15, como cualquier otro chaval, Jordi soñaba en tener una moto. La respuesta de la familia fue precisa: trabaja en el bar y te la compraremos. “Pero no me compraron la moto… ¡me vendieron una moto!” Y así fue como empezó a currar, ayudando en el comedor. Así fue como fue creciendo su ojeriza por la hostelería. Jordi lo intentaba todo para escaquearse del bar, incluso se aplicó en sus estudios para tener la excusa de no trabajar. Pero no había misericordia en casa de los Roca. Cuando se abrió el Celler, Jordi fue reclutado (“obligado”) para la sala, con lo que comenzó a conocer las servidumbres del oficio, los horarios inacabables, la imposible conexión con los amigos… “La peor época de mi vida”.

Hermanos Roca. El Celler de Can Roca (Girona).
Hermanos Roca. El Celler de Can Roca (Girona).

Seguimos bebiendo café mientras la luz pálida del perezoso sol invernal intenta traspasar los ventanales del restaurante. Ante una situación aborrecida, Jordi, que a estas alturas había abandonado ya sus fantasías de ser astronauta o dueño de hamburguesería –para ganar, pensaba, mucha pasta-, tomó la “peor mejor opción” disponible: ponerse a estudiar Hostelería. Rama cocina, desde luego, porque una cosa tenía clara: los cocineros finalizaban la jornada antes que los camareros. Éste era el objetivo final. Tras acabar los estudios, entró en la cocina del Celler, “más campechana que la sala”, y fue destinado a la partida de entrantes. Esta partida (en aquel momento en el restaurante sólo había tres cocineros, además de Jordi) incluía los postres, que fueron el primer flipe del poco motivado Jordi. La cosa fue a más cuando apareció en el Celler Damian Allsop, un pastelero inglés con un punto “punk” que sorprendió a Jordi. La atracción por ese tipo con cresta que llevaba recortado un “666” en la cabeza fue el comienzo de la epopeya personal de Jordi. Se puso con él. Primero por curiosidad. Luego por arrebato… Con Damian percibió la pastelería, sus técnicas (le gustaba a nuestro héroe la exactitud de las recetas), la parte artística. Fue creciendo entre ambos una fuerte amistad y una interacción profesional en la que Jordi era receptor: “me enseñaba el porqué de las cosas”. A Jordi le empezó a gustar la pastelería, hermanos. Y comenzó a ver colores.

La importancia del aire que se incorpora a los helados, uno de los parámetros estudiados con Corvitto, creó la primera y extraña sinapsis en el inextricable cerebro de Jordi. ¿Y si en vez de aire le pongo un olor fuerte? ¿Y si le meto humo de puro? ¿Y si…?

El curioso “turning point”
Un infortunado accidente mientras intentaba escalar por una tubería hasta su balcón dejó a Damian fuera de juego. “Flash”. Jordi se convirtió en el jefe de partida por huevos. Y Jordi trampeaba con las técnicas clásicas aprendidas con Damian, consultando por teléfono con él… Hasta que un día decidió hacer un postre propio aprovechando que estaban en el comedor unos clientes fijos y amigos. Puto momento: “mousse” helada de chocolate y frambuesa marmoleada con “coulis” de chocolate. Desastre.

Segundo saque. Esta vez, Jordi prefirió asegurarse “copiando” a Albert Adrià y a Jordi Butrón. Mojito a base de “gelée” de lima y limón (Albert) en bizcocho (Butrón) emborrachado antes de la cocción con ron y granizado de menta (Albert). ¡OK! Jordi había hecho el “click”. Y, sobre todo, él se convenció de que había elaborado su primera gran cosa. La carretera comenzó a acelerar bajo sus pies. Un curso con Angelo Corvitto le puso el turbo definitivo, marcando un antes y un después. La importancia del aire que se incorpora a los helados, uno de los parámetros estudiados con Corvitto, creó la primera y extraña sinapsis en el inextricable cerebro de Jordi. ¿Y si en vez de aire le pongo un olor fuerte? ¿Y si le meto humo de puro? ¿Y si…? La mielina se empezaba a desbocar en la todavía hoy indescifrable mente del “nen de la casa”. Un día que no estaban sus hermanos, se puso a vibrar. Hizo una base blanca, se encendió un habano y fue exhalando el humo al interior de la crema. Luego congeló. Al rato lo probó… ¡y tenía sabor a tabaco! Fue trivial darle forma de cigarro con chocolate y embutir dentro el helado. La fuerza de las ideas: este postre todavía está en carta… Y además, fue el punto de partida de la cocina de los humos…
Esta creación fue la que encendió la emoción en su interior, fue la que le dio la ilusión por crear.

El futbolín de los Roca. El Celler de Can Roca (Girona).
El futbolín de los Roca. El Celler de Can Roca (Girona).

“El recuerdo es el perfume del alma”
Perfumes que son recuerdos que se comen. Brutal hipérbaton sensorial. Los perfumes comestibles son uno de los grandes “hits” creativos de Jordi. “Yo estaba trabajando en la cocina con cremas y flores, al lado de Joan y Pitu, cuando llegaron unas bergamotas –no las había visto nunca- y Pitu saltó: ‘¡mi perfume, el CK Eternity, tiene bergamota!’”. Geometrías en movimiento. ¿Y si hacemos una cata del perfume? ¿Qué tendrá más aparte de la bergamota? Hecho, hecho… Vainilla, albahaca, mandarina, azahar, madera… ¡Coño! “¡Todo esto es de pastelería!”. Sinapsis de nuevo: voy a hacer un postre. Engranajes y complejidades. Crema de vainilla, helado de bergamota, granizado de mandarina, gelatina de azahar, salsa de albahaca, jarabe de sauce. ¿Funciona en la boca? Sí. Y lo pusieron en la carta a pelo. “Yo pensé que era más ‘cool’ y original no decir que era un perfume”. Fue un cliente que al saber el origen del postre aconsejó explicitarlo en carta, con lo que se bautizó el plato como “adaptación…” y se adjuntó el «tester» con el perfuma para dar un sentido más en la mesa.

A los dos días de “inaugurar” el postre, Jordi, siempre en su enigmático ensimismamiento, se fue a Sephora. Allí vio un cosmos entero de postres… tantos como perfumes. Al final, Jordi elaboró (todavía en activo algunos) un total de 20 adaptaciones. Recordemos el Trésor de Lancôme, el Angel de Mugler, el CH… Un trabajo que duró unos 6 años y en el que Jordi caminó distintos senderos. “Trabajé con Rosendo Mateu para algunos de los perfumes y aprendí también como hacerlos”. La creatividad en perfumería, explica Jordi, es parecida a la de la cocina: se trata de coger los distintos elementos de un paisaje recordado o pensado, aunque en cocina escondiendo las técnicas.

El gran final de esta topología de los sentidos fue cerrar el círculo creando un perfume propio, de Jordi Roca, a partir de un postre de Jordi Roca. Y fue el “Núvol de llimona”. Una fragancia no pretenciosa, fácil, que explica el Celler… “Busqué un momento de mi infancia: leche, limón, bergamota, magdalena… Una magdalena de limón mojada en leche; un perfume abierto a todos; un “souvenir” mío…

Y apareció Jordi el rebelde, el inconformista, el contestatario. Autopregunta: ¿hace falta tanta abstracción? ¿No funcionaría una línea de trabajo donde todo fuera con todo, donde la entropía fuese la única ley? Joan y Josep no le hicieron caso

“Cuando todo duerma, te robaré un color”
“Cromología”. O discurso sobre el color. Jordi tenía una novia hippie que lo había introducido en la cromoterapia, esa técnica que atribuye valores de impacto somático a los colores. Ya sabes, verde tranquilo y refrescante, rojo estimulante y energético, y bla, bla, bla. La novieta no paraba de darle la barrila a Jordi con todo esto (ya se sabe lo que se llega a aguantar por la “patria”), y nuestro hombre, al final, se quedó con el verde y su “poder” regenerador cargado de razones que fue extrayendo de su propia experiencia: verdes son los pupitres, la pizarra, las batas de los médicos… ¿Y si fuese verdad? Consecuencia lógica: voy a hacer un postre verde. Manzana verde, menta, albahaca, hinojo, perifollo, eucalipto, pistacho, Chartreuse, melón… Funcionó. Fresco, sí. Regenerativo, también. La línea estaba dibujada… Luego llegaron las “cromologías” naranja (intelectual), roja, blanca (purificante).

“Haz lo que quieras y como quieras”
Algo así como la anarquía. Jordi, en este punto de su carrera creativa, advirtió la gran carga de reflexión que ya le estaba confiriendo a todos los platos. Cada elaboración, cada receta, era fruto de una intensa discusión, de una fuerte contextualización. Y apareció Jordi el rebelde, el inconformista, el contestatario. Autopregunta: ¿hace falta tanta abstracción? ¿No funcionaría una línea de trabajo donde todo fuera con todo, donde la entropía fuese la única ley? Joan y Josep no le hicieron caso. Pero, como ya hemos dicho más arriba, en El Celler las decisiones las toman las minorías, y así fue que Jordi, empeñado en ganar esa batalla por la libertad sin corsés, cogió todo lo que había en la cocina –frutas, espacias, cremas, “coulis”, etc.- y lo lanzó a un plato. 50 elementos distintos en total, todos tratados de forma singular. Jordi tratando de demostrar empíricamente que todo se puede armonizar de una forma puramente intuitiva (e incluso aleatoria) sin necesidad de recurrir a la hipérbole intelectual.

No necesitamos razones previas para la convergencia sensorial, amigos, la armonía puede ser “a posteriori”. El relato, se decía Jordi, se articula después de la creación, y además es personal, de cada uno. Una idea osada pero atractiva. Fue a partir de este plato estrafalario (aunque muy “reflexionado”, en realidad), el “anarquía”, que Jordi entendió que más allá de conseguir como norma que una elaboración fuera buena, había extrañas bifurcaciones en donde el creativo podía permitirse no gustar si eso transportaba a otras regiones todavía no conocidas.

Postre. Jordi Roca. El Celler de Can Roca (Girona).
Postre. Jordi Roca. El Celler de Can Roca (Girona).

Burbujas de caramelo y humo
El azúcar soplado fue otro de los puntos decisivos en la carrera creadora de Jordi. La inspiración estuvo en Damian, que lo trabajaba con fines meramente decorativos. Pero en la cabeza de Jordi habitaban mundos alternativos. Recordando el “soufflé” de manzana de Damian (vaciaba una manzana y la rellenaba del “soufflé”), y con la antedicha iluminación inicial, las sinapsis se multiplicaron. Azúcar soplado relleno de espuma de manzana caliente. Las musas se pusieron el delantal porque no fue fácil encontrar la precisa densidad del azúcar para evitar roturas. Conseguido. De ahí nació la gama de postres realizados con azúcar soplado. Bien para empezar. Pero todavía faltaba el “eureka” espectacular. Éste se produjo con la observación directa, cuando Jordi soplaba demasiado el azúcar de la manzana. El resultado era una esfera grande y muy fina que no le servía para su postre. ¿O sí? La pregunta era “¿qué puedo poner dentro de algo tan delicado sin romperlo?” La respuesta: humo. Y entonces puso el humo del postre del cigarro con la pipeta dentro de la fina esfera de caramelo. “¡Esto es mágico!” dijo Ferran al probarlo.

La primera elaboración en esta onda (y que tenía una fuerte componente de radicalidad enunciativa) fue el helado de boletus a la brasa. Sí, una primera aproximación a la utopía del “helado caliente”. Jordi ya había adquirido, en la “grow shop” Doctor Cogollo, la pipeta definitiva que le permitiría trabajar con comodidad los humos. Un artilugio pensado para ponerse ciego daría la luz a un nuevo concepto de cocina de vanguardia. Primero probó de quemar cosas en ella. Madera. Estaba trabajando casualmente con boletus y se estableció la conexión. Y ahí también se empezó a desdibujar la línea entre cocina dulce y cocina salada. El turrón de foie gras, goloso dulce, goloso salado. Fue en este momento cuando Jordi se hizo cargo oficialmente del Taller de Investigación de El Celler.

La segunda incursión ya fue el polémico destilado de tierra, inspirado por Pitu, que quería a toda costa conseguir el sabor de la tierra de las viñas. Pitu lo intentó primero con piedras, y nada, claro, pero con la tierra pura y dura… ¡Uau! Nació la ostra con destilado de tierra

A la pureza por la destilación
“Pitu es el gran estimulador de la cocina de El Celler”. Lo sospechábamos. Un día apareció con una miniatura de un alambique para fabricar whisky, una de esas piezas de “merchandising” que regalan las distribuidoras. Se les ocurrió allí mismo que podían “jugar” y hacer un destilado “de juguete” con la máquina de pega. Y a ello se pusieron Jordi y Dani Redondo –uno de los cocineros “históricos de El Celler que hoy, como es sabido, regenta, con su mujer Helena, el Maní de Sao Paulo. Se pillaron un caldo de gambas y… Salieron cuatro gotas de destilado de gamba, transparentes. “Un consomé puro, tío”. Aquello les gustó y les divirtió. Probaron también con fresas a la pimienta… Um… sabor a pimienta en transparente. Ahí empezaron a intuir el potencial…

Comenzaron a trabajar con un alambique en serio: café, fruta de la pasión, trufa… En eso llegó Pere Castells (Alicia) y se extendió la diversión. Pere aportó la famosa Rotaval (destilación a baja temperatura) y se hizo el “cromatismo blanco” a partir de destilados de café, cardamomo, azafrán, cacao, haba tonka… No había manera de distinguir nada porque todo era blanco. Sinestesia negativa. La segunda incursión ya fue el polémico destilado de tierra, inspirado por Pitu, que quería a toda costa conseguir el sabor de la tierra de las viñas. Pitu lo intentó primero con piedras, y nada, claro, pero con la tierra pura y dura… ¡Uau! Nació la ostra con destilado de tierra que tanta literatura generó entre tirios y troyanos.
¿Y lo que quedaba en el matraz? Los concentrados. Rememoramos el “Dry gambini”…

Postre. Jordi Roca. El Celler de Can Roca (Girona).
Postre. Jordi Roca. El Celler de Can Roca (Girona).

Aproximación a la creatividad
Jordi es, en el triedro ideal “Roca”, la locura. Recordemos ese “especiado” de golpe de un animal a base de pegarle un cartuchazo lleno de pimienta en vez de plomo. Las ideas brotan del coco de Jordi a golpes de sensaciones cotidianas. Cocinar con electricidad. “Freír” un huevo en la bañera lanzando a la misma un secador. Pensamiento “killer”. “Probé lo del huevo con una batería de coche”. La imaginación en una esquina, en una revista, en un recuerdo, en un flipe. “¿Por qué no envolver un pollo en barro, llevarlo al espacio y cocinarlo con el calor de la entrada a la atmósfera?” Ideas peregrinas acaso, pero siempre simiente que luego puede provocar certidumbres.

Todas estas especulaciones las lanza Jordi (más las de Josep y Joan) en las reuniones semanales, que acostumbran celebrarse de madrugada, en la barra de la cocina, de una suerte informal. Fantasías, quimeras acaso, opiniones, ocurrencias… Pero la locura es fútil sin trabajo. Jordi, cada día y cada día, examina los productos, los mira, los toca, los piensa, los alucina. Prueba-error-prueba con todo. Y siempre Pitu cerca, porque “él también está zumbado”. Joan, dice, es el más cauto. ¡Y sin embargo se mueve! “No somos metódicos, aunque yo voy haciendo y creando y mis hermanos lo van probando. De ahí salen muchos principios…”

Entra el otoño y Josep aparece con unas hojas caídas… Las hacen, las prueban. Insípidas. “Pues las hacemos con sabores”. Y allá, al fondo, Joan, “el que lo ve todo”, que es quien le da coherencia y sentido y plenitud a ese revuelto círculo de Oswald. Joan es trascendente. Mientras, Jordi mira sin mirar y su mente navega por mares de colores raros.

Un viaje al mundo de los sentidos, con la cocina como catalizador, que, a través de un personaje de ficción, arrastrará a los comensales a tierras extrañas, mundos submarinos, el cosmos, la luz, la oscuridad, la vida, la muerte… ¿Qué sabor tienen las sensaciones vitales?

Una ópera metaculinaria. Un “sueño”.
La situación: una cena larga y desmedida en El Celler con Franc Aleu (complejo videoartista) y Roland Olbeter (creador de artilugios y escenógrafo para La Fura dels Baus, ingeniero mecánico, violinista e inventor de “autoinstrumentos” o “máquinas sonoras”). El tiempo: hasta la madrugada. Estaban comiendo un postre especial de Jordi, una “nube mágica” que vuela sola hasta la mesa, y se fue abriendo la idea de que la magia llenase toda una cena. Así empezó este proyecto, esta ópera metaculinaria que se estrenará en 2013 en Barcelona. Pero… ¿una ópera? En efecto, un relato multisensorial, desarrollado en una mesa-escenario donde confluirán todas las artes, todas las tecnologías. Un viaje al mundo de los sentidos, con la cocina como catalizador, que, a través de un personaje de ficción, arrastrará a los comensales a tierras extrañas, mundos submarinos, el cosmos, la luz, la oscuridad, la vida, la muerte… ¿Qué sabor tienen las sensaciones vitales? Una insólita experiencia “high tech” con proyecciones en los platos, sonidos e imágenes en movimiento envolviendo todo, reflexiones numinosas… ¿A qué sabe la Luna? Un proyecto de altísima tensión creativa para el que se están concibiendo platos específicos que serán el plano organoléptico en un icosaedro de sensaciones globales. Una ópera integral y futurista que, a la vez, nos retrotrae a los orígenes del formato, a los “intermedios” musicales que se insertaban en las representaciones teatrales durante el siglo XV y en el que el público comía en el patio de butacas.

La idea inicial fue diseñar un sótano o “igloo” bajo el jardín de El Celler para que contuviese toda la tecnología e instalaciones de la ópera. Un lugar estable para acoger las “representaciones”. Esto se hará, desde luego (ya han empezado las obras); pero no antes de que este inaudito multiespectáculo se presente en entornos de carácter más artístico y experiencial. “Debemos ser prudentes, porque no podemos permitirnos este gran esfuerzo creativo y que de repente un crítico gastronómico ‘corto’ se quede sólo, por ejemplo, con una determinada cocción no perfecta”. Verdad. Demasiados son los que no pueden o no saben “ver”.

Entramos en la “capilla” donde se está gestando esta ópera improbable. Los Roca han destinado una pequeña casita muy cercana a El Celler para ubicar el estudio donde se está creando todo. Oscuridad, ordenadores, maquetas, electrónica, gente abstraída en grandes pantallas, mesas de mezclas… Un mundo de fantasía, un recorrido de la vida, se está generando pixel a pixel con los últimos programas de realidad virtual. La historia, que fulgura entre mundos irreales, se va dibujando con un sistema aleatorio a partir de unas cartas “mágicas” inventadas por Peret, que se van tirando para dar pistas sobre qué camino tomar en el diseño, que nuevas líneas argumentales trazar, que asombrosas ramificaciones tomar… Como un “cadáver exquisito” techno… O como el arcano I Ching y sus hexagramas, que nos advierten, aconsejan y marcan nuestras decisiones de futuro…

Postre. Jordi Roca. El Celler de Can Roca (Girona).
Postre. Jordi Roca. El Celler de Can Roca (Girona).

La comida infinita
Comemos en la cocina, con la repleta biblioteca detrás, con la cocina entera vibrando delante. La cocina de El Celler es inquieta, pero no nerviosa. Ahí fluye el espíritu de los Roca, tranquilidad, buen rollo. Sensaciones “cool” en esta pequeña mesa que no es de uso culinario, porque en realidad es el despacho de Joan y Jordi durante el pase. Justo frente a nosotros, una gran pared-pizarra llena de platos garabateados en tiza. Los camareros la rozan y se llevan parte de las ideas pegadas en la chaquetilla. Allá va uno con un “destilado” de gamba al revés… Y comienza la emoción…

Pierre Peters Blanc de Blancs. Frescura inicial…
“Comerse el mundo”: un farolillo de papel cerrado se abre al planeta. Una crema ácida con rábano picante es Escandinavia; un ceviche encapsulado es Perú; una crema de aguacate con jitomate y cilantro en bola de gelatina de tomate es México; una teja de avellana con orejones y frutos secos, azafrán, yoghourt de cabra y “ras el hanout” es Marruecos; bola de soja fermentada y tempura de “nyinyonyaki” es Japón. “No creemos en la ortodoxia del Km. 0; creemos en el mundo… y en nuestro huerto”.

Chassagne-Montrachet Les Ruchottes 2009. Pitu: “Está apretadito… La fortaleza del Chardonnay, su contundencia alcohólica, su potencia. Año con gran riqueza de contenidos. Nobleza en boca. Brillante, limpio, preciso. El conocimiento del territorio como valor añadido”.
El pino: vuelta a Girona, al Mediterráneo, a casa. Un “panellet rocambolesc” que es como comerse un pino, como comerse la infancia solar, “sticky fingers” de resina en el bosque…

Brioche al vapor de trufa blanca y bombón de trufa. Inspiración china para subir a lo etéreo en un trampantojo.
Galleta de morralla con reducción de gamba. Violenta concentración de sabor en una sutileza ilimitada. Tradición puesta al día…
Bombón de Campari. La metáfora del Negroni.
Canapé de cochinillo con sorbete de naranja y clavo. Milhojas en círculo trófico cerrado.
Licuado de germinado de maíz con helado de pan, espuma de levadura, uva y sardina a la brasa. Una tostada de sardinas que es un paisaje, una remembranza…
Helado de masa madre (plato experimental e inédito). Un helado “vivo”. Base de helado y masa madre que sigue fermentando hasta -18ºC. Ataque dulce, luego ácido, levaduras… Alegoría de la miga…

Ensalada de otoño. Paisaje otoñal.
Olivada. Gazpacho de aceitunas negras con aceitunas en diversas texturas, mojama, crujiente de pan con aceite… La potencia y la gula del Mediterráneo profundo.
“Comtessa” de espárragos con trufa. La risa puede ir más allá cuando se toca la perfección en armonías y temperaturas.
Ostra con holandesa de caza. Refinado “mar y montaña”.
Toda la gamba. Radiografía organoléptica mientras nos salpica la espuma de las olas.
Canapé de salmonete. Evolución, sofisticación técnica.
Anguila, pato “coll verd”, manzana de Girona. Evocación de los “aiguamolls” (marismas) gerundenses.

Granato 2008. Pitu: “Un vino que ya no es canónico, un vino radical, expresión pura de la tierra, que escucha la naturaleza. Ecosofía en la línea de Rudolf Steiner. Agilidad, flores”.
Tartaleta de setas y becada. Golosa.
Royal de liebre a la royal. Introspección.

Manzana de feria. Risas infantiles, nostalgias con caramelo soplado relleno de “tatin”.
Consomé de chocolate con leche, yuzu, helado de mantequilla y crema de avellanas. Frescor sorprendente.
La Closserie Les Béguines. Seda. Excepción.

Entre entonces en la cocina mi viejo, nuevo, eterno, amigo Gay Mercader. Un amigo acrónico, la expresión precisa de la amistad que describió Alberoni… Hacía tiempo que no nos veíamos, pero nos pasábamos mensajitos a través de Pitu, porque Gay es cliente recalcitrante de El Celler desde hace 22 años (y el único que disfruta de servicio a domicilio), cuando, como yo mismo, también fue abducido por la elegancia cariñosa y sincera de los Roca. Con Gay, Jordi y Carlos es una conversación alrededor de la cocina de los tres hermanos, porque en realidad, más allá del tiempo, es como si nos hubiéramos visto ayer mismo… Con Gay, uno de los hombre que más decisivamente aceleró el cambió de rumbo de España tras la dictadura, compartí (y comparto) vida, rock and roll y colores. Tardes de sofás bárbaros poblados de James Cagney en negro intenso y pólvora –“¡estoy en la cima, mamá!”, noches de “extraño satén sin final”, conversaciones telefónicas de intensa madrugada, Caroline, Rudy, el “pillo” Jimmy, el “chop suey”, el huerto de las risas, la humedad neblinosa de la calle del Gavilán… Más tarde, por la noche, hablamos por teléfono y comentamos sus conversaciones polémicas de creatividad con los Roca en los largos atardeceres de Taialà…

Jordi insiste: hagamos nuestros postres asequibles. Nada. Jordi sigue. ¿Cuáles son los mejores helados? Los hechos al momento, claro. Y ahí están los “soft”, con esa textura envolvente y ensoñadora. Funcionará

Rocambolesc y el “helado caliente”
El Rocambolesc, o la tienda burtoniana” de helados de Jordi Roca en Girona, surge de la hibridación entre los postres de El Celler y su nuevo carro de “petit fours”. La idea original era salir a la calle con el carro a vender postres lácticos, helados, pero la legislación no lo permite. Estamos en Catalunya, man, y aquí si mola se prohíbe. Vale, pues alquilo un local y salgo a la calle con un carro. Um… Jordi es, una vez más, la minoría que debe convencer a la mayoría. Ni Joan ni Josep están en la onda. Jordi insiste: hagamos nuestros postres asequibles. Nada. Jordi sigue. ¿Cuáles son los mejores helados? Los hechos al momento, claro. Y ahí están los “soft”, con esa textura envolvente y ensoñadora. Funcionará. La minoría, por fin, vence, aunque a regañadientes. Y los helados del Celler, adaptados, a precios normales (de 2,70 a 3,75 euros), se convierten en fulgor y mito en tan sólo un verano. Colas diarias inviables en la puerta, 1.000 helados el primer día (con una “mise en place” de sólo 400), llamadas de todo el planeta en busca de franquicias…

Fácil… Cornetes, tarrinas, “rockadillos”. “Toppings”. “Yo tiraría millas y llenaría el mundo”, dice Jordi. Pero vuelve a estar en minoría, hermanos. “Ahora Joan y Josep están en contra de una gran expansión, pero lo conseguiré”. ¿Qué mira la mirada de Jordi?

Lo último es otro intento de “helado caliente”, algo que “es imposible” pero que causa una extraña fascinación en nuestro héroe. Fue el helado de boletus a la brasa. Ahora es un helado “calentado”. Un brioche al vapor, esponjoso y aislante. Una “sandwichera” especial. Abrimos el bollo y lo rellenamos de helado. Y lo planchamos y sellamos. El pan está caliente, el helado frío. Sensaciones. Una vuelta de tuerca al “bocadillo de helado” típico en Alicante y en Sicilia… Una “locura” más de Jordi que ha resultado ser clamor.

Regreso a Can Roca
Entramos a Can Roca por la puerta del anterior Celler, que ahora es ampliación del bar-restaurante familiar de toda la vida. Nos sentamos en la mesa de entrando a la derecha, en el rincón de la pared, esa que tantas comidas y gin tonics (aquellos que jamás se aguaban, Pitu) nos regaló mientras escribíamos la leyenda a golpe de sorpresa y risas. Ensalada verde, calamares a la romana de perfecto frito, lentejas, chipirones fritos, flan casero con nata. El menú, tío. 9 euros.
Joan, Pitu y Jordi, mientras, comen, como siempre, en la cocina, de pie, con su madre, el mismo menú.

La historia a veces es justa con los buenos.

Cuadragésimo segundo día de confinamiento bajo el Teide. Me ha golpeado la mente hoy este texto de Kafka, que se me antoja muy oportuno en estos días. Lo copio aquí para tenerlo más a mano.

La Guancha. Sábado, 25 de abril de 2020
Música recomendada: Nights in white satin (The Moody Blues)

Cuando uno ha decidido definitivamente pasar la velada en casa, cuando se ha puesto la chaqueta más cómoda, se ha sentado después de la cena frente a la mesa iluminada, y comenzado algún trabajo o algún juego, después del cual podrá irse tranquilamente a la cama, como de costumbre; cuando afuera hace mal tiempo, y quedarse en casa parece lo más natural; cuando ya hace tanto tiempo que se está sentado junto a la mesa que el mero hecho de salir provocaría la sorpresa general; cuando además el vestíbulo está a oscuras y la puerta de la calle con cerrojo; y cuando a pesar de todo uno se levanta, presa de repentina inquietud, se quita la chaqueta, se viste con ropa de calle, explica que se ve obligado a salir, y después de una breve despedida sale, cerrando con mayor o menos estrépito la puerta de la calle; cuando se está en la calle, y se ve que los miembros responden con singular agilidad a esa inesperada libertad que se les ha concedido; cuando gracias a esta decisión se sienten reunidas en sí todas las posibilidades de decisión; cuando se comprende con más claridad que de costumbre que tiene más poder que necesidad de provocar y soportar con facilidad los más rápidos cambios, y cuando se recorre así las largas calles; entonces, por una noche, al separarse completamente de la familia, que se desvanece en la nada, uno se convierte en una silueta vigorosa, de atrevidos y negros trazos, que golpea los muslos con la mano, y se adquiere la verdadera imagen y estatura.

Todo esto resulta más decisivo aún si a estas altas horas de la noche se decide ir a casa de un amigo, para ver cómo está.

Cuadragésimo octavo día de confinamiento bajo el Teide. Los Hermanos Torres me desvelaron, en 2012 (Cookcircus), el secreto de su vida, su trayectoria y su éxito. Ahí va…

La Guancha. Jueves, 23 de abril de 2020
Música recomendada: Surfin’ safari (The Beach Boys)

“-Why are you crying?
-Separation can be… a terrifying thing.
-Don’t worry, baby brother,… we’ll always…
-We’ll always be together.”*
Dead Ringers (David Cronenberg)

De pequeños, como aplicados gemelos, se ponían la misma ropa cada día, costumbre que siguen ejerciendo a día de hoy: cuando uno ve una pieza que le gusta, compra dos. Y viceversa. Su sastre hace los trajes, de la misma tela, el mismo color, la misma talla, siempre dobles. Tienen los mismos gustos, aunque con matices. La conexión extrasensorial no es ajena a su vida, llena de experiencias inquietantes como sentir en carne propia los remotos percances del otro en el mismo momento de suceder.

No debería sorprender, pues, que toda su vida haya estado urdida secreta y concienzudamente desde la infancia en cada uno de sus mínimos detalles. A partir de una misma, coincidente, exacta, fascinación por la cocina, diseñaron mientras “jugaban” un argumento vital oculto a todos: cada uno de ellos tomaría un camino forzosamente distinto, buscando aprendizajes culinarios diversos aquí y allá, sin coincidir jamás, para luego, una vez gestados dos conocimientos diferentes y complementarios, converger ambos en un proyecto común suma virtuosa, fusión en realidad, de todo. Paralelas euclidianas con destino singular en el infinito.

Así fue, así es. Tras haber caligrafiado con precisión cada día, cada mes, cada año de su vida, definiendo y distribuyendo prolijamente trabajos, viajes o “stages” con aquel objetivo secreto, después de macerar los recodos más sutiles de cada una de sus personalidades por esos mundos, ahora los dos son uno. Aunque siempre lo fueron: las apariencias distantes sólo fueron parte de aquel plan sigiloso.
De un plan perfecto que se ha desvelado en Dos Cielos.

Las claves de la conjura
A los 15 años Sergio y Javier ya sabían que su vida sería la cocina. O al revés. Las alegres mañanas en el mercado con su abuela y las largas y cálidas tardes ayudándola en la cocina familiar fueron creciendo en su interior un deseo que no admitiría contratiempos: dejaron el colegio y se pusieron manos a la obra. No fue fácil. Aunque ya se habían confabulado en un plan –pero entonces ellos no podían conocer los detalles- que debería acabar como ha acabado, no resultó fácil con su edad entrar en una escuela de cocina. Rechazados por no tener la edad en primera instancia en la de Josep Lladonosa, no se conformaron y exigieron una entrevista privada con el famoso profesor. “Ayúdenos, pruébenos”. El test no dio lugar a dudas de su voluntad “schopenhaueriana” (parte inicial del “plan perfecto”) y fueron por fin admitidos. No contentos con ello, empezaron a trabajar en el escalafón más bajo de la hostelería mientras estudiaban, porque los Torres en temas de cocina “no hacen prisioneros”. No, desde luego: con lo poco que ganaban compraban libros (La cocina de Fredy Girardet fue uno de los primeros) y se iban solos a comer (al restaurante de Jean Luc Figueras, en Barcelona, a Francia incluso, pillando el tren y sin pasta para nada más). ¿Cómo lo hacían, pues, si no podían pagar el menú? “Bueno, algo de dinero siempre llevábamos, aunque nunca lo suficiente. Lo que hacíamos era sacar la cartera con mucha pena, exagerando el ‘dolor’ y diciendo a la vez que queríamos hablar con el chef porque queríamos ser cocineros…” Esta comedia, colegas, a los 16 años puede funcionar. Y a ellos les funcionaba. Así lo demostraron con éxito, nada más y nada menos, que en el Pré Catelan de París. “Todo lo que el hombre sueña lo puede realizar”.

El Rodat. Xàbia.
El Rodat. Xàbia.

La suerte estaba echada y el plan en marcha. Tú por aquí, yo por allá. El fin siempre el mismo a pesar de los distintos avatares que pudieran surgir: un único restaurante al final del camino, nunca dos diferentes; de todo lo aprendido por separado, un solo concepto. Para los dos hermanos la idea era la misma: su cocina no sería nunca completa sin el sumatorio de los dos. Durante los largos años de separación –sólo física y aparente- que exigió su “plan”, hablaban cada día por teléfono –“un pastón, tío”- en una liturgia de la unión irrompible juramentada a pesar de todo lo que pudiera acontecerles. “Me cambio de restaurante, Sergio”; “me quedo más tiempo porque mola, Javier”; cúbreme la pasta porque lo dejo y me largo a descansar un tiempo, Sergio”; “aguanta un año tú solo, me voy a Asia con una chica, Javier…” Movimientos tácticos para una estrategia de asombrosa firmeza. Cuando uno lo necesitaba, el otro se sacrificaba y trabajaba para mantenerlos a los dos. Sí, los Torres, desde que dejaron el colegio, se mantenían a sí mismos. “El dinero era la parte menos importante, aunque debíamos pagar la casa, la ropa… Lo fundamental era poder aprehender el alma de los chefs con los que estábamos, su filosofía…” Gastaban poco, y en comer. “Estamos acostumbrados a una vida frugal; en realidad, si ahora nos fuera mal podríamos adaptarnos perfectamente a una vida muy sencilla, porque ya lo hemos vivido antes”. Mimetización con el medio y saber que el otro siempre estará detrás. “Cuando me fui a Asia estuve cinco meses viviendo de mi hermano, y él se ocupaba de todo”. Todavía lo hacen. Cuando uno de ellos lo necesita, se ausenta dos semanas, sin preguntas, y el otro cubre. Y al revés. De hecho, en 2005, mientras Javier estuvo un año en Brasil Sergio aguantó el tirón en El Rodat (Jávea).

Pero nada de todo ello torcía la senda oculta por donde transitaba con pisada fuerte su plan perfecto. Grandes restaurantes escogidos previamente y distribuidos en reuniones privadas, directas, sin problemas. Yo prefiero aquí. OK. Yo allí. Bien.
La selección casi siempre la hacían a partir de los libros, leyéndolos, jugando. Establecían sus anhelos y entonces se ponían a trabajar para encontrar la llave que les permitiera entrar, que siempre la hallaron, excepto en el caso de Les Maisons de Bricourt (el restaurante de Roellinger)… Tras llegar allí los dos en coche, con 18 años, el misántropo Olivier ni los recibió… Allí, en Cancale, por cierto, se iba a quedar Sergio…

Cap sa Sal. Begur.
Cap sa Sal. Begur.

El caso de El Rodat y los primeros ensayos juntos
Aunque aparentemente éste fue un restaurante en el que trabajaron los dos, la realidad no fue así. No; el Rodat fue una etapa más del plan perfecto de ambos. La cosa llegó a través de un conocido de Javier, asesor hotelero, que les propuso tomar la cocina de un hotel que aspiraba a entrar en Relais & Chateaux, en Jávea. Lógicamente, el tema no les interesó puesto que no entraba en su “diseño inteligente”. Um… A la postre, Javier (el que debía entrevistarse con el dueño del hotel) fue llamado por Santi Santamaria con una oferta “indeclinable” en el Racó y fue Sergio quien se movió hacia tierras alicantinas. Siempre la ayuda mutua, siempre el plan. Allá fue Sergio con el “no” previamente pactado con su gemelo, pero, ¡ay!, cayó al fin en el hechizo de aquel empresario hotelero. Ok, pues. “Sí” tras conferencia con Javier.

Estamos ante el segundo proyecto empresarial –que no todavía personalmente gastronómico- conjunto. ¿Segundo? Sí; el primero y poco conocido, poco antes, fue el del Cap Sa Sal. Es éste un lugar maldito desde los años sesenta del siglo pasado. Hotel ubicado al lado de Begur, frente al mar, en la Costa Brava más pintoresca, fue lujoso lugar de encuentro de actores y actrices de Hollywood y de espías internacionales hasta su cierre y caída en la ruina. Hoy, es un edificio lleno de fantasmas del pasado… Pero en los momentos en que se encuentra este relato, vivió una segunda juventud gracias a la pasta de un rico colombiano que lo adquirió. Sergio y Javier, animados por el propietario, cliente del mítico restaurante barcelonés Reno donde a la sazón se hallaba Sergio, se enrolaron en la película de abrir el embarcadero del espectral edificio y convertirlo en “must” gastronómico de las mejores lanchas y yates de la Costa Brava.

Tras un peligroso viaje de Javier a Colombia en busca de “la tela”, abrieron por fin allí, arrojados prácticamente sobre el mar. Aquello era una terraza y, en la casita del embarcadero, una pequeña cocina de butano y una parrilla que encendían con carbón o con leña. Nada más. Los clientes llegaban sólo por mar y eran trasladados desde los barcos hasta a la mesa con una zodiac conducida por alguno de los dos gemelos. La fama “cantó con voz su nombre pregonera” entre los ricachones y pijos de la zona. Fue instantáneo. La imposible logística no fue impedimento para que Sergio y Javier se hicieran amigos de pescadores (llegaban en los botes a la misma terraza con el pescado vivo, que nuestros héroes seleccionaban pieza a pieza) y campesinos y facturaran, para regocijo de nababs ociosos, arroces vibrantes de sol y Mediterráneo (caldosos, secos), consomés imposibles con pescados de roca saltando en la olla, recetas que se corrían de balandro en balandro como la lubina pochada en consomé y algas, los erizos y nabos guisados, la escórpora rellena de pies de cerdo… No había ni tan siquiera carta; pero tampoco hacía falta. Se vivía al momento. Fueron días de “vino y rosas”, de mar y rocas. Dos años de veranos brillantes e inviernos ociosos y cosmopolitas. Pero, claro… La maldición del Cap Sa Sal… Cuando ya, con el fulgor del suceso, se encontraban construyendo un pequeño hotel anexo y un restaurante más estable, apareció la policía de costas y les cerró el chiringo. Nada de aquello tenía permiso, y el colombiano se desentendió, y el arquitecto se encogió de hombros, y los polvorientos aparecidos volvieron a hacer sonar las cadenas entre el hormigón olvidado.

Es un momento de inflexión en el plan de los gemelos. Los intentos de unión no han sido lo suficientemente sólidos para llegar a la primera meta del plan perfecto

Pero estábamos en El Rodat, ¿no? Y ahí vemos a Sergio montando un equipo no sólo para el restaurante gastronómico del hotel sino también para los desayunos, el “room service”, el bar de arroces… Rollo duro después de la sencillez marinera. Ahí comienzan a pensar a dúo, aunque es Sergio es que se come el marrón. Producto: huerta, lonja de pescado, el Montgó… e imaginación. Sergio tira millas aunque consultando todos los cambios de carta con Javier. Cocina natural, ligera, floral. Ensalada de capellanes con hinojo marino; cazuela de verduras; “menjar blanc” con anguila ahumada y verdolagas; arroz de anguila con leche de coco… Las cosas van bien (en la provincia, e incluso más allá, se habla de El Rodat como “la nueva esperanza blanca”; pero Sergio y Javier no están confortables. Recuerdo una noche cenando allí, sin ellos en la plaza, sin ninguna pasión en el plato… No, ellos ya estaban en otro rollo. Llega el momento en que, o bien invierten en el lugar o bien… Y es esto último. Sergio sigue como asesor unos meses, pero el fin ya ha sido anunciado.

Es un momento de inflexión en el plan de los gemelos. Los intentos de unión no han sido lo suficientemente sólidos para llegar a la primera meta del plan perfecto. En realidad, esas tentativas las comenzaron antes incluso del Cap Sa Sal: en El Reno. Allí llegaron tras el tiempo de Javier en Girardet y fue el primer intento de trabajar juntos tras dos carreras que incluían Ducasse, Robuchon, Les Jardins du Sens, Akelarre, Can Fabes… “Pas mal” para intentar el primer hito de su plan, ¿no? Pero tampoco fue aquí. La gente de Paradís (propietarios del legendario Reno) contrata a Sergio pero le cuesta hacerlo con Javier, que sólo está una temporadita. Los de Paradís no los quieren juntos y Sergio, de mala gana, se queda para evitar el colapso económico de encontrarse los dos en la puta calle. Mientras, Javier va buscando el local perfecto… No obstante, Reno los propulsa entre los amateurs y los medios como verdaderas estrellas de la nueva generación: allí dispusieron de libertad creativa y trastocaron los grandes clásicos de la casa aun sin mostrar la fiereza de su filosofía personal, que se encontraba “en construcción”. “Mementos” de aquellos tiempos raros son el solomillo al vapor (“en cocción magistral”, rezaba la carta) envuelto en celofán y sin prácticamente grasa; o la supresión de las pesadas mantequillas de una carta repleta de ellas; o el tartare de ostras con tomate de colgar que aún sigue en su carta actual del Dos Cielos…

Eñe. Brasil.
Eñe. Brasil.

Camino a los cielos (dos)
Sergio se ha largado de El Rodat y Javier ha dejado la jefatura de cocina de Can Fabes (en su segunda etapa con Santamaría) porque considera que de allí ya no sacará nada más. Momento “crossroads”.

Javier, amigo de Joana Munné (“¡beleza!”), “nuestra chica en Brasil”, decide aceptar la invitación de ésta para ir a hacer un “bolo” al Hilton de Sao Paulo durante una semana. Ok porque no hay nada más en el horizonte. Pero entonces, una vez allí… “Aquí hay que hacer algo”. Los dos están de acuerdo. Joana, verdadera “asuntista” gastronómica en Brasil, acepta buscar un inversionista porque los ve a muerte con la idea. Y, claro, cuando algo se desea con la fuerza suficiente… En una comida con empresarios conocen a alguien que cae hechizado por la pasión de los hermanos. En seis meses ya estaba el restaurante montado: Eñe. Sergio y Javier, Javier y Sergio, uno en Brasil, otro en España (para aguantar el tirón económico de la movida), diseñan y realizan el local por Skype.

En algún lugar de Barcelona, unos días antes de la llamada de Joana… Sergio tiene una pareja que conoce a un tipo que conoce a uno de Habitat. Fiesta pija a la vista y, por la mencionada concatenación de conocidos, se arregla un aperitivo “social” (gran casón en Pedralbes) que debe crear nuestro chef. Éxito sospechable de los snacks y, entre copa y copa, Sergio “se liga” al de Habitat, que, casualidad, está montando el hotel actualmente conocido como ME. Estamos ante el hito definitivo. Aunque el tiempo es un sendero bifurcado…

Sergio (plan 1)
Neichel
. “Allí iba muy verde, todo era una sorpresa. Yves, el segundo, tenía mucha mala hostia y aunque se escondía para trabajar aprendí mucho, fue buena escuela. Helados (había una máquina muy antigua), trufa, setas, caza…”

Señorío de Bértiz. “Me encontré con el clasicismo: pichones, becadas, patatas “soufflé” -¿cómo coño se infla esto?-, barroquismo…”

Akelarre. “Por primera vez estuve en libertad, porque Pedro daba mucha. Trabajar con relax, escuchar las palabras sabias de Pedro, un hombre que transmite conocimiento con calma y honestidad, conocer los productos y el recetario del norte…”

Le Jardin des Sens. “La dureza del oficio, ser la última mierda del equipo. Allí aprendí disciplina y retentiva (no veía las comandas, todo era de coco).”

Ducasse. “La perfección en el trabajo, el orden y la inteligencia de Alain. Aprendí a comprar: se compraba todo nuevo cada día, lo que necesitaba cada uno para su partida. Lo fuerte del caso es que los había que robaban producto porque si te olvidabas algo debías volver al mercado… pagando tú. Un día le puse el cuchillo al cuello a un listillo por un pimiento.”

Robuchon. “Dureza, gritos, broncas “heavy metal”, perfeccionismo”.

Hostal Sant Pere (Andorra). “La primera vez que cocinaba solo: prueba de fuego para aplicar todo lo que había conocido”.

Javier (plan 2)
Girasol
. “Ver el funcionamiento de una cocina, entender el rollo… y me gustó. Aprendí (si se puede llamar “aprender”) a tratar congelados, a usar salsas de bote… Um, luego me di cuenta de que eso que yo creía fantástico era justo lo que no había que hacer”.

Neichel. “Los fondos de carne, los fumets, las bases de la pastelería…”

Racó de Can Fabes. “La primera vez fui jefe de partida, la segunda jefe de cocina. Allí aprendí la solidez de los conceptos, la profesionalidad, la organización, los grandes productos, las técnicas contemporáneas, el clasicismo elegante…

Girardet. “Escuela, mucha escuela. Estructuración. Precisión (para hacer una patata de guarnición probábamos 50 clases de patata). Exigencia brutal; fórmula uno. Trabajar en la cocina con competencia. Panadería en serio.

El espacio “ilusión”
En el principio fue la ilusión. La abuela cocinando pacientemente en la pequeña cocina del pequeño apartamento donde vivían los hermanos, en el popular barrio de Vallcarca, y ellos mirando y ayudando (limpiando, pelando, amasando). Tardes de tristeza concreta con Elena Francis, tardes vibrantes de toros con distorsión de transistor. Ilusión. Al final también fue la ilusión: el espacio “ilusión”. Aquella misma cocina, aquellos mismos ventanales arrojados sobre la parte silvestre y arrebatada del Parc Güell… Hoy. Con la terraza cubierta y una nueva cocina “de luxe”, el espíritu de la abuela sigue generando ilusión. Aquí, antes de la nevera de acero inoxidable, la Paco Jet o los fuegos “turbo”, Sergio y Javier probaban sus primeras elaboraciones con sus amigachos del barrio –los mismo amigos de hoy- como comensales.

Vallcarca, Barcelona.
Vallcarca, Barcelona.

El espacio. La cocina, y a su frente, una gran mesa imperial de madera. Delante, verde, verde íntimo. A los lados, abajo, terracitas llenas de macetas, antenas de televisión apiñadas, caos urbano a golpe de desarrollismo fatal, el Carmelo explotando allá arriba, sabor dulce e indolente de barrio y de “últimas tardes con Teresa” y el Pijoaparte y Joan Marsé y chicas hermosas esperando a chicos emocionantes. Al final, el mar que todo lo ve… ¿Es la infancia la felicidad perdida y vanamente buscada?

Aquí, donde ahora los hermanos investigan, crean, exploran, en otros tiempos comía la familia entera. Sin televisión. Conchas de viera (sólo la concha) rellenas de pescado gratinado, pastel de tortillas, espárragos del Parc Güell (que hoy todavía siguen recolectando Sergio y Javier, tal como hacían con su abuela… seguro que los has comido en Dos Cielos), empanadillas… La abuela, al final, ya les dejaba hacer las albóndigas y rular los canelones…

Ahí, en esas estampas desvaídas por el tiempo, se gestó la vocación de los gemelos rodeada de felicidad, mañanas de mercado, aromas suculentos, buen rollo.
Tomamos café en el espacio “ilusión”; y tostadas con tomate y queso que prepara Sergio en la cocina mientras el bosque gaudiniano hipnotiza nuestra mirada.

Los periodistas vivimos muchas vidas, tantas como las de todos aquellos que “retratamos” con pasión a lo largo y profundo de nuestro ejercicio profesional.

Brasil escrito con “eñe”
Los Eñe (Sao Paulo, Rio de Janeiro) son un concepto de altas tapas españolas. Y bajas también. Y promiscuidad con el Amazonas, sí. Apertura para una idea de contenido comercial, sin duda. Croquetas, bravas, jamón ibérico con pan con tomate… vieiras con remolacha, “mandioquinha” con jamón ibérico. Los Eñe son fashion, tío, porque así debe ser allí: cócteles, noche, mujeres y hombres explosivos…

La fascinación brasileira de Sergio y Javier fue inmediata, como ya he dicho antes, pero se consolidó en Belén de Pará, en el mercado, durante aquel primer viaje al Hilton (y a una ponencia al Senac). “Jambú”, “mandioquinha” “cupuazu”, “cará”, extraños pescados con caparazón (¿has visto, Ángel? como el “malarmao”), “asaí”… Una caña asombrosa, troncos. Tal fue el flash que poco tiempo después Sergio y Javier ya tenían el encargo de escribir un libro con productos de Brasil pensados culinariamente con técnicas y conceptos catalanes. “Brasil a dois”. Trabajaron con 800 productos pillados por todo el país -historias africanas, recetas remotas, gentes distintas-, que fatigaron hasta la extenuación. Éxito editorial.
Eñe contiene, pues, España y el Amazonas descubierto que poco a poco ha ido inundando las recetas originales.

“¿Gemios d’ouro?” ¡Joder! Todavía recuerdo cuando por primera vez alguien me habló de Sergio y Javier como “los gemelos de oro”. Tenía coña el nombre: se lo inventó la deliciosa Joana antes de abrir el Eñe de Sao Paulo para meter mogollón en los medios con el argumento de “son cocineros top, son jóvenes, son guapos…” Los primeros días tras la apertura se produjeron enormes colas y se acababa todo, comida y bebida.

“Nosotros, ni en momentos de crisis, hemos cambiado nuestra filosofía culinaria”. Sergio: fondos, caldos, naturaleza, frescura, descaro “aftercanon”, apertura (Asia, Brasil), técnicas… Javier: pan, pastelería, caza, técnicas de cocción.

El cielo compartido, por fin
Un año después de abrir Eñe, Sergio y Javier cumplieron el plan dibujado cuando eran infantes. Dos cielos, los dos, creatividad y creatividad. Tantos años trabajando en solitario bien merecían un “brainstorming” para decidir en que consistiría la resultante de las dos funciones. Espacio “ilusión”. Botella de whisky. Un día y una noche por delante… Imagínate: juntar los apuntes de dos ya largas vidas y extenderlos en la mesa. Hablar y hablar. Conceptos, la carta al final. Temas compartidos e ideas diversas. Allí esbozaron los planos del restaurante a imitación del propio espacio “ilusión”; y así fue a la postre a pesar del arquitecto.

¿Y la carta? La botella está en las últimas, hermano. Pues “lo mejor de nosotros mismos”, las sinuosidades del camino, que todo es un camino y Dos Cielos es parte del mismo y no un final. No todavía. Borrachos. “And it takes a lot of whiskey…” Sergio expone. Javier mejora. Sergio más. Y Javier… Mezcla de pasiones y habilidades y evolución de todo ello “on the rocks”. Queremos naturalidad sin perder la esencia sápida; no queremos abarrocamientos. Queremos pureza, limpieza, sabor (obsesión). “Nosotros, ni en momentos de crisis, hemos cambiado nuestra filosofía culinaria”. OK. Sergio: fondos, caldos, naturaleza, frescura, descaro “aftercanon”, apertura (Asia, Brasil), técnicas… Javier: pan, pastelería, caza, técnicas de cocción.
Todo formaba parte de aquel seminal plan perfecto: Javier inclinado al academicismo y Sergio a la creatividad. Verdad de la buena.

La carta, pues. Suma y mistura de dos líneas de vida y profesión con la personalidad del momento. Arroces también (eso viene de Jávea). Nada que ver con modas ni vientos efímeros. Carrera hacia la síntesis y conexión internacional.
La abuela se ha encontrado con el futuro.

De 2012 al infinito¿El fin del plan perfecto? No… Hay un camino trazado que los debe llevar a “la libertad absoluta, a un espacio para hacer lo imposible sin tiempos ni fronteras, a la promiscuidad total con la gente… El sueño”.
De momento, 2012 será un paso más con vertiginosas novedades estéticas, conceptuales. Vajillas, perfeccionismo, sensorialidad global, atmósferas oníricas (peces voladores, hojarascas…).
La metáfora que se puede ver, tocar, degustar.

El Parc Güell de los Torres.
El Parc Güell de los Torres.

Los escondidos senderos del Parc Güell
Ayer. Recogiendo hierbas aromáticas, espárragos salvajes, eucaliptus, laurel con la abuela en las densas malezas del Parc Güell. Hoy. Recogiendo hierbas aromáticas, espárragos salvajes, eucaliptus, laurel con las «mountain bike» y las mochilas en las densas malezas del Parc Güell. Todo cambia pero nada cambia.

Los mejores años de su vida fueron ahí, en las sendas escondidas y feraces del parque de Gaudí con los colegas… Cabañas cuidadosamente escondidas y cuevas ignoradas por los paseantes eran los espacios que Sergio y Javier convertían en aventuras exóticas. Gamberrear, patear… El mapa del parque está en sus cabezas y ahora lo caminamos de nuevo, entre árboles y arbustos, llegando a la cima donde se abre Barcelona al mar distante, cercano.

El mundo en Parc Güell. Bajamos con el frío congelando el sudor y Sergio y Javier van saludando aquí, comentando allá, riendo acullá con los vecinos, sus vecinos de toda la vida en una liturgia de barrio que no cesa.
Y dejamos el último sendero para volver a pisar el asfalto de Vallcarca.
Y nos reímos. ¿Sabes? Los gemelos de oro son también los chicos del barrio.

“¿Y en qué parte del mundo, entre qué gente
No alcanza estimación, manda y domina
Un joven de alma enérgica y valiente,
Clara razón y fuerza diamantina?”
José Espronceda (cita que abre “Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé)

Trigésimo octavo día de confinamiento bajo el Teide. Josean Alija es el prota de hoy… Reproduzco el artículo que escribí en Cookcircus, en 2012.

La Guancha. Martes, 21 de abril de 2020
Música recomendada: The unforgiven (Metallica)

“Won’t you come into my room, I wanna show you all my wares.
I just want to see your blood, I just want to stand and stare…”
Iron Maiden (Iron Maiden)

Y se lo siguen llamando. Si bien la historia de este alias empezó cuando era un “teenager” debido a su obsesiva afición a Iron Maiden, Manowar, AC/DC, los grupos radicales vascos de los 80 (Kortatu, La Polla Records, Barricada…) y otros metales, más tarde lo fue por la radicalidad de su enfrentamiento a los envites y dificultades vitales –que fueron muchos- y, ya en la última etapa de su vida hasta ahora, por sus presupuestos culinarios extremos.
Hoy, desde las formas urbanas extravagantes del Guggenheim pero con el corazón puesto en vegetales remotos, Josean crea emociones de rara dualidad. El hierro y la huerta. El asfalto y el campo. El arte contemporáneo y las tradiciones ancestrales vascas.
“¿Oye, ‘Heavy’, saco ya los tomates?”
En fin…

“A mí me gusta improvisar sobre lo escrito para no cagarla demasiado”. Risas. A pesar de su fama de “cañero”, el Josean “Mr. Hyde”, cuando se pone la chaquetilla, se convierte en un preciso, exacto, minucioso Doctor Jekyll. Es cierto que todo él –excepto sus ojos- cambia cuando entra en la cocina. Nada que ver el Josean promiscuo de “las siete calles” con el acerado del Nerua. Todo es dual. También la creatividad: “mis ideas nacen el campo pero se sintetizan en la ciudad”.

Josean siempre vivió en el campo. Aunque nació en León, de muy pequeño ya se trasladó a Euskadi, también a la campiña. En realidad, cuando más tarde tuvo que vivir en un piso se colapsó por completo. Con las vacas locas, recuerda, desparecieron las vacas de se familia y descubrió con horror la leche embotellada. No podía comprender -él que, curioso, siempre buscaba en la naturaleza la razón última de las cosas- las artificialidades de la vida moderna. En Bilbao, sin embargo, se siente bien: “Siempre veo verde”. Luego, claro, llegó la fascinación urbana. Y la pasión por la densa cultura enogastronómica de Euskadi. Hablamos, con las cervecitas pulcras del bistrot del Guggenheim intentando apaciguar los raros calores bilbaínos, del txakoli en los caseríos, de aquel seminal vender y a la vez compartir; hablamos de las tabernas iniciales donde se compraba el vino y donde, poco a poco, se abrieron camino las primeras tapas (conservas); hablamos de los “txokos” como histórica emulación de los clubs ingleses de Bilbao, pero para los “currantes”. Relatos populares, emocionales, compartidos…
En Bilbao las relaciones sociales se resumen en comer y beber. “Aquí no se llama a los amigos por teléfono, aquí se sabe siempre donde están”.

“Aquí venía a jugar, pelota mano, hasta los 14 años… Entonces lo dejé y… ¡empecé a jugar con muñecas!”

El mundo en la ría…
Ocio es sinónimo en Bilbao de pasear por la ría. Cuando Josean y sus socios Andoni y Bixente pensaron el nuevo restaurante del Guggenheim todo les llevaba a la ría. Y fue Nerua, que es su nombre en latín arcaico.

Son las ocho en punto de la mañana cuando nos encontramos junto a la ría, porque a Josean le gusta sentir el despertar de la ciudad… ahí siente la inspiración. Un pez avanza vertiginosamente, dejando una inquietante estela en las todavía oscuras aguas… Pasamos el puente de Calatrava, el arquitecto farsante: debido al estúpido diseño del piso de este puente, los transeúntes resbalaban (en Bilbao, por cierto, llueve) y, actualmente, tras varios intentos “finos” pero fallidos de “desfacer el entuerto”, este puente se ha convertido en el primero del mundo con alfombra. Paseamos pues por la ría todavía al ralentí y nos perdemos por las seducciones de los edificios racionalistas, por las calles viejas de Bilbao. Entramos en un desconchado y mortecino frontón, el de la Esperanza, en el que entrenaba de pequeño, hoy ocupado por un chaval sudamericano que golpea con furor su raqueta. “Aquí venía a jugar, pelota mano, hasta los 14 años… Entonces lo dejé y… ¡empecé a jugar con muñecas!”

Fuente de la calle del perro. Bilbao.
Fuente de la calle del perro. Bilbao.

Pasamos por la fuente de la calle del perro y caminamos y caminamos por los sitios donde se forjó la fama “heavy” del “Heavy”. Bilbao, en los ochenta, estaba dividido tácitamente en zonas delimitadas por las tribus musicales. Los “punks”, los “rockabillys”, los “hippies”, los pijos… Josean pertenecía a la de los “heavies”, chaquetas de cuero claveteadas, pendientes relucientes… Pero nuestro amigo frecuentaba también la zona “borroka”, la de las izquierdas “abertzales”…

“Todo este sábado me lo voy a pasar 
Privando en mi casa hasta reventar. 
Ya estoy harto no quiero salir más 
Siempre lo mismo, mierda de ciudad. 
En la calle tontos que saludar, 
coches zeta, un cacheo en el portal, 
chulos de puta teniendo que aguantar 
Siempre lo mismo, mierda de ciudad. 

No hace falta que nos lo diga nadie, 
ya sabemos que es un pataleo gratis 
no cambiará nunca esta situación 
siempre lo mismo, mierda de canción”.

… Y esa radicalidad, aunque metabolizada en lo vital y lo creativo, es lo que ya no dejaría nunca de acompañar a Josean. Es decir, ya que estás en el sistema disfruta de él pero a saco. Hasta lo más recóndito. Curiosidad, pues, como base del riesgo, de la aventura, de la experimentación… Siempre hay algo más allá, compañero, aunque a menudo para llegar hay que ser… “heavy”.

“Cuando me quiero relajar escucho rock”, confiesa Josean en la puerta del bar Rotterdam, donde nos damos un pequeño homenaje a base de cervecitas y esas cazuelas de pilpil, bonito, chipirones… “Esto es esencialidad, como lo mío, porque en lo esencial está el punto de encuentro de la tradición y la vanguardia”. Parece que las birras nos están afinando el verbo. ¿Qué es la cocina, “Heavy”? “Cultura, nostalgia, futuro, emoción, naturaleza. ¿Nos pones otra ronda?”
Entramos en el famoso teatro Arriaga, porque a Josean le gusta. Es, dice, una metáfora de lo que hace en el comedor del Nerua, o sea, un espectáculo exterior que induce el espectáculo interior. El cocinero como “showman” dirigiendo, matizando, coloreando, divirtiendo, sorprendiendo las emociones…
Nos metemos una caña –no, un “cañón”- en La Viña del Ensanche mientras hablamos de peces “feladores” y reímos sin parar…

La viña del Ensanche. Bilbao.
La viña del Ensanche. Bilbao.

Poca broma en la cocina
Dejamos las risas y volvemos a la cocina. Seriedad, concentración. Todos los sentidos alerta. Aquí sentados, entramos como en trance, mirando, tocando, probando… “Soy como un niño soltado en un parque”. En el Nerua se siente la atención obsesiva a todos los detalles, detalles que luego deberán ser provocación para los clientes, porque ahí empieza la experiencia. La exigencia nos rodea y todo el equipo trabaja ensimismado, como relojeros suizos, aunque de fondo sentimos una armónica melodía…

Al “Heavy” le gusta profundizar en los contenidos de su cocina. Lo primero es el discurso conceptual, la narración; lo segundo, los métodos, las técnicas. El objetivo es doble: hacer felices a los comensales –“porque el tiempo no se devuelve”- y hacerles pensar a través de las texturas, los aromas, las evocaciones. “Yo hago un guion, tú te ruedas tu película”.

“Me puse una cebolla en la mano y no vi cebolla, vi láminas de bacalao. Reflexiones sobre la “antropología” del bacalao.

Abordamos en este momento la exégesis de uno de los platos más celebrados de Josean: la cebolla blanca con fondo de bacalao y pimiento verde. Un concepto inicial visual basado en la cultura y el conocimiento. “Me puse una cebolla en la mano y no vi cebolla, vi láminas de bacalao. Reflexiones sobre la “antropología” del bacalao. Religión, consumo en medio graso y con picante para evitar el mal sabor, cultura, riqueza… Pero, ¿cuál es la identidad del bacalao a día de hoy? La textura, no la salazón ni su característica de poder ser conservado. Y de ahí a la piel, con la gelatina que permite la emulsión. Sigamos… ¿Qué significa la cebolla? Es la madre de todas las salsas y guarniciones; pero nunca el elemento principal: ejemplo, la piperrada, todo un símbolo de la historia culinaria vasca para acompañar el bacalao. Así pues, nos plantamos con tres ingredientes de alto peso cultural: el bacalao, el pimiento y la cebolla. Vamos hacia el bacalao con piperrada… Pil pil de pimiento de Anglet (gelatina con la piel), cebolla en salmuera cocinada en caldo de alga “laminaria digitata” (profundo sabor a bacalao seco) y la piel del bacalao, que es lo más distintivo visualmente. ¡Voilà! Diversión y emoción. El taco de cebolla coronado con la piel del bacalao sobre el pil pil. ¿Simple trampantojo? No… “Alta reflexión”.

Pasión vegetal y viaje a la creatividad de Josean
“Hay que buscar en la naturaleza y no conformarse con lo adocenado”.
Josean empezó a trabajar en hostelería, en Bilbao, a los 14 años. A los 16 ya trabajaba para grandes restaurantes de la ciudad. Y vio dos cosas: que el restaurante daba felicidad a la gente y que a él le daba libertad (pasta y horarios canallas). En aquellos tiempos, “Heavy” era miembro activo de una cuadrilla y la música dura era su chute de adrenalina, amplificado en los ambientes rockeros “borroka”, muy politizados. Josean la vivió con potencia, desde luego, pero acaso, visto ahora, le marcó más la cultura del esfuerzo que habitaba en su ambiente familiar. Vio también que había que aprovechar las oportunidades, que había mucha competencia y que había que echarle cojones.

Cuando entró a Martin Berasategui se empezó a descolgar del rock, y ya cuando estuvo en El Bulli, y más tarde con Andoni, David y Bixente, el camino estaba decidido. El Guggenheim fue el toque final, porque allí había mucho curro en el día a día y nada de tiempo de fiesta. Fue allí, bajo el titanio, cuando empezó a preguntarse lo que “realmente” quería hacer en el mundo de la cocina. Como en todo lo suyo, entendió que las respuestas debían surgir de la reflexión. Bien. Primero, crear un equipo. Segundo, encontrar una identidad propia fruto de lo vivido, sí, pero con una fuerte creencia en el futuro. Viendo el patio del momento, se lanzó a la “esencialidad”, que no minimalismo, advierte.

Empezó con tres elementos en el plato; luego dos; por fin, uno. Esto en lo formal. Pero, ¿cuál debía ser la filosofía del contenido? ¿Asador radical? No, hay muchos asadores. ¿Tradición? No, claro. ¿Dónde estoy? En el Guggen, por lo que debo ir hacia la vanguardia. Um… ¿Cuáles son los momentos más bonitos que me vienen a la mente? Aquellos tomates, aquellas manzanas, en el campo… ¡Verduras! Las verduras son poéticas… Encima son fáciles de trabajar… Y todo un desafío. Por otro lado, ¿qué echo en falta en la ciudad? Pues la tierra, el campo… ¡Verduras! Y se planteó el reto: voy a poner la naturaleza en la ciudad. Lo que puedas comer en el campo lo comerás en Bilbao. La naturaleza como punto de inspiración y la ciudad como contraste y abstracción. La decisión era firme, y más observando las cartas de los restaurantes de la zona, todo lo mismo, aburrimiento. En todo lo anterior reside parte importante de su apodo.

“Del monte en la ladera 
por mi mano plantado tengo un huerto,
que con la primavera, 
de bella flor cubierto, 
ya muestra en esperanza el fruto cierto.

Y como codiciosa 
por ver y acrecentar su hermosura, 
desde la cumbre airosa 
una fontana pura 
hasta llegar corriendo se apresura.

Y luego sosegada, 
el paso entre los árboles torciendo, 
el suelo de pasada 
de verdura vistiendo, 
y con diversas flores va esparciendo.

El aire el huerto orea 
y ofrece mil olores al sentido, 
los árboles menea 
con un manso ruido 
que del oro y del cetro pone olvido”.
Oda a la vida retirada (Fray Luis de León)

Hubo, sin embargo, un factor decisivo en el éxito de aquella decisión. Al año de estar en el Guggenheim Josean sufrió un gravísimo accidente de moto. Tras el coma, en el tiempo que pasó en el hospital, el “esencialismo” era su ilusión, a tal punto que, todavía sin el alta, hecho polvo, salió para presentarse al concurso de jóvenes cocineros de LMG. Estamos en 2000. Cuando Andoni lo vio en el Kursaal no dio crédito: “¿Qué coño haces aquí? ¿Estás loco?” Evidentemente, Josean ganó el concurso. Almeja cruda, caldo de chipirón y menta; bacalao en corte de terrina, jugo de levadura y calabaza glaseada; cochinillo caramelizado y lacado con maracuyá y melón asado; fresas, gelatina de miel y azafrán y helado de té. Sin hostias. ¿Quieres saber algo increíble (pero cierto) en este punto? Pues mira, debido al accidente Josean había perdido los sentidos del gusto y del olfato. ¡Qué “heavy”!

En este preciso momento, Josean sube un montón de enteros. A Josean se le respeta. A partir de aquí su mente va esculpiendo, definiendo, ajustando. En El Bulli aprende que se puede renunciar a muchas cosas para alcanzar horizontes, y que esto está bien. “Yes, I can”. Hacia 2003 descubrió que la investigación, la innovación, eran él mismo, que estaban dentro suyo. “Searching for you, you look everywhere except inside you” (Pete Sinfield).
En 2004 crea el plato fundacional de su épica vegetal: tallos de borraja con fondos de gramíneas, aloe vera y aceite esencial de lima y avellana.

Debo crear yo mismo. Y ponga lo que ponga en el plato debe ser lo máximo. Puntos de partida. Empezó con “la cocina de los lácteos”, porque había demasiada nata, demasiada mantequilla… Las substituyó por caldos ligeros, translúcidos, vegetales. En 2007 se dedicó a integrar lo dulce con lo salado, germen de su pastelería muy baja en grasas y azúcares, la que hoy presenta en Nerua. Todo con calma, porque Josean tarda unos dos años en poner en la mesa sus trabajos de investigación. Pero por debajo de todo está su base: caldos y fondos como articuladores de la esencialidad; aplicación de las algas como generadoras de “umami” (sus caldos de pescado ya no contienen pescado, sino verduras del mar); caldos de carne sin carne (la carne se consigue con setas).

Josean no elabora recetas. Crea conceptos. Conceptos que parten de un plato primigenio, de un gen culinario generoso y prolífico destinado a multiplicarse y vivir en diversas líneas, formas… Espárrago blanco, emulsión de raifort y crocante de parmesano (2008); hebras de berenjena asada, “makil goxo” y yoghourt de aceite de olivos milenarios (2006); gnocchi de cebolla roja, destilado de chipirón y ajetes (2007); borraja, caldo de gramíneas, almejas y ajos de litoral (2004); foie gras vegetal (aguacate), jugo de chipirones, acidulado y cilantro (2008); endivias confitadas, hojas crocantes aliñadas con nuez y cítricos (2001); cebolla roja confitada y caldo de lentejas verdinas (2010).
“’Heavy’, los platos ya están preparados”.

Lo aprendido del producto; la inspiración coyuntural; la asociación de ideas; la puta imaginación… Los olores, mmm, sí. La promiscuidad con la ciudad. Las otras culturas sentidas en tantos viajes… La maldita curiosidad

Provocación, emoción, radicalidad
Y sorpresa. El comensal es, él mismo, su mente creativa, con sus evocaciones ante el plato, el que recrea el espectáculo sensorial. La provocación y lo inesperado como elemento emotivo; el riesgo como guía enloquecida de un camino sin norte cierto. El límite como teoría que no quiere ser desvelada. La sencillez tan extrema que le da la vuelta a la complejidad en “looping”. Blanco o negro, colega. “Heavy vegetal”.

Pero, una vez más, ¿cómo? Empezar con un producto dado. Ir a la huerta. Probarlo. En el caso del maíz, más tralla: hacer un cultivo piloto tras el asombro inicial para conocer el “timeline” del producto. Experimentar. Catar. Estudiar. Analizar. Interpretar. Desarrollar. Estandarizar.
Y Josean se dilata hasta la extenuación, hasta la paranoia para ser exacto escriba, con la preparación de los platos par las fotos.
Dame el sistema, Josean. Oka. Lo aprendido del producto; la inspiración coyuntural; la asociación de ideas; la puta imaginación… Los olores, mmm, sí. La promiscuidad con la ciudad. Las otras culturas sentidas en tantos viajes… La maldita curiosidad.

Blanco satén
Cuesta dejar la molicie de la inmensa suite del Barceló Nervión; pero algo grande espera en Nerua. El blanco, una nada latente de emociones aguarda desde la entrada… “¡Gabon!” (buenas noches), vociferan todos los cocineros cuando entramos (técnica “directa” para evitar que los clientes despistados, que no saben que la entra al restaurante es por la cocina, se retiren azorados. Hablamos con Urko de la sala, del blanco impoluto, de la ausencia de formas y colores, del vacío que, en realidad, es la topología perfecta que llenaremos sin “ruido” externo con platos, con asombros, con nostalgias extrañas. La sala del Nerua es la escenificación de la búsqueda implacable de la esencia.

Torrezno de bacalao. Bebida de tomate y cereza con carbónico, inverosímil sangría. Cenamos en la cocina. Mamia de parmesano con velo de trufa y shiso verde. Belleza pictórica… Ese “ale”, el VG… “¡Gabon!” Los clientes van entrando mirando estupefactos el espacio…

El menú se intitula “19 productos”. Marcando territorio, Josean. Ostra, espárrago blanco en finas láminas y jugo de puerro. Tomates en salsa, hierbas aromáticas y fondo de tomate y alcaparras: tomates inyectados de chispas lúdicas. Cebolla blanca, fondo de bacalao y pimiento verde. Pimiento choricero. Almeja, maíz dulce (recogido cuando es enano) y flores de aliso: un tamal metafórico. Cocochas de bacalao, vainas (enanas) a la brasa y guindilla: extravagante “bilbaína”. Hongos a la llama, lágrimas de verduras dulces y café: el bosque salvaje. Sardinas, piparras guisadas, aceituna verde y cebollas encurtidas. Pasta de trigo duro, erizo de mar y eucalipto: la experiencia de comer cereal en el límite prohibido de su textura, en mar y montaña. Rabitos de cerdo ibérico, alcachofas y caldo de pochas. Bogavante, endivia confitada y hojas aliñadas con cítricos. Chipirones confitados, caldo negro de verduras tostadas. Ventresca de bonito, infusión de avena tostada y lima: espectáculo mórbido. Pichón de Bresse, brotes de guisante y café verde. Aguacate, lágrimas de pomelo, coco helado. Cítrico, calamondín, romero manzana asada y menta. Melocotón, estragón y semillas de calabaza. Moras, néctar de higos y yoghourt de jengibre helado. Postres diferentes, hasta extravagantes, y sin prácticamente azúcar ni grasas.

“¡Agur!”, se despiden todos los cocineros… Y la noche, afuera, sueña en colores inaprensibles…

Introspección, catarsis.
Estoy sentado en la terraza del Bistrot, solo. Pesa el titanio cegador de brillo y calor en mi cabeza. Suena allá abajo, entre tules y sonrisas disfrazadas, un sincero clarinete mendigante y en el “cool” que surge del altoparlante que lo acompaña, no sé por qué, imagino los ojos borrados de miríadas de amantes imaginadas…

Salimos ciegos de noche y borrachos de conversación y paramos en el Rotterdam, las cazuelas, la rubia, las cervezas sonrientes. Josean el bilbaíno. El bar Basaras. Pescado frito con pan, Pepe y Bea. Iríbar en la pared y ese pincho de tortilla brutal y esas anchoas irrepetibles con el hilo de pimiento picante. Josean invitando a rondas sin control, porque “voy muy apretado y necesito esta libertad”.
Y la última birra en el Txomin Barullo, en pleno rock and roll.

Los de Bilbao, dicen, nacen donde quieren. Pero los demás, si queremos, somos de Bilbao.
Amen.

“Revuelta en el frenopático, 
el hombre del tiempo ahorcado 
por haber informado: 
granizos, rayos, truenos 
Y viento huracanado. 
La asamblea de majaras 
Se ha reunido. 
La asamblea de majaras 
ha decidido: 
Mañana sol. 
El hombre del tiempo 
les planto cara: 
mañana hará el tiempo 
Que a mí me dé la gana. 
Revuelta en el frenopático 
el hombre del tiempo 
ahorcado y 
todo por haber jugado 
Al Telediario. 
La asamblea de majaras 
Se ha reunido. 
La asamblea de majaras 
ha decidido: 
mañana sol 
Y buen tiempo”.
Don Vito y la revuelta en el frenopático. (Kortatu)

Trigésimo séptimo día de confinamiento bajo el Teide. Aquí os dejo una pesadilla que hace años convertí en cuento… Aunque nunca se sabe…

La Guancha. Lunes, 20 de abril de 2020
Música recomendada: Psycho killer (Talking Heads)

…El fragor del traqueteo le restallaba en las sienes, mojadas de helado sudor; sentía el vértigo de la velocidad en su estómago y sabía que el brutal choque no tardaría en llegar. Terror. Se vio desmembrado, reventado, convertido en una pulpa sanguinolenta entre los restos del metal retorcido. El vagón de su metro, sin control, iba lanzado en una carrera infernal hacia Montbau, y de allí a la desintegración contra el muro terminal. Pasaron, con un vibrante flash de luz, las últimas estaciones: Vallcarca, Penitents, Vall d’Hebron… Desesperado, con el corazón al borde del colapso, se apretó a su cartera y gritó, gritó…

Su alarido se confundió con los chillidos de fingida alegría que soltaba, impúdicamente, el locutor desde la estridente radio-despertador. Estaba sudando; empapado. Taquicardia. Domingo, cinco y media de la mañana. Otra vez aquella pesadilla perversa. Aquel maldito metro frecuentaba, desde hacía unas semanas, sus más espantosos sueños. Aunque nadie le había creído, ni su novia, ni sus compañeros de trabajo, ni incluso su madre, él estaba convencido de que aquel vagón, el de cada mañana, tenía una especie de vida siniestra y quería asesinarlo. Todos se reían cuando lo contaba. El mismo, después de descartar la locura, disimulaba y apartaba la idea de su mente. Pero tenía tantos indicios… Con las piernas aún temblándole y sus pensamientos fundiéndose en negro, se duchó, tomó un nescafé, pilló la cartera, salió de su casa y penetró en la noche camino a la boca del metro. Catalunya.

Todo había empezado banal, estúpidamente. Primero fue una puerta que se cerraba en sus narices antes que las del resto del vagón, haciéndole llegar tarde al trabajo. Después, una mano atrapada por sorpresa en la puerta. O un pie. Nada del otro mundo si no fuese por aquella sensación ominosa, sorda, que recibía de la misma esencia del tren. De acuerdo, él odiaba profundamente aquel convoy, el primero de la mañana, el suyo, el que cada día le llevaba al trabajo. Casi no podía soportarlo. Allí dejaba, entre apretujones sudorosos, los últimos jirones de sus sueños; allí perdía, entre miradas vacías, las últimas esperanzas, los últimos deseos. El maldito metro le devolvía a la anodina realidad de la que sólo escapaba durante su breve sueño. Cuando las puertas se cerraban tras él, desparecían definitivamente las locas fantasías que todavía acariciaba con el frescor urbano de la madrugada, en el solitario camino entre su casa y la estación. Si hubiese podido, habría volado aquel metro. El infame 2506.

Odiaba trabajar. Odiaba muchísimo trabajar en domingo. Y lo peor, otra vez aquel siniestro vagón. Lo oyó venir por el túnel, con ese ruido cansino que decoraba siempre su espera.

Tuvo la certeza de todo dos semanas atrás, cuando quedó atrapado en la puerta: dentro, una masa de carne le impedía el movimiento; en su estómago, la mórbida y firme dentellada de las gomas protectoras. Se salvó con un movimiento frenético en el último momento, cuando el final del andén ya se precipitaba contra su cuerpo, medio colgado en el vacío. Le pareció escuchar una risa salvaje, obscena.

Sin darse cuenta, entre morbosos pensamientos, se sorprendió en el viejo andén, completamente vacío. Madrugada del domingo. ¿Por qué le había cambiado el turno a su compañero? Odiaba trabajar. Odiaba muchísimo trabajar en domingo. Y lo peor, otra vez aquel siniestro vagón. Lo oyó venir por el túnel, con ese ruido cansino que decoraba siempre su espera. Con un chirrido metálico, frenó a la vez que se abrían sus puertas. Nadie. Entró y se acomodó en uno de los asientos. Por lo menos, disfrutaba de todo el vagón para él. De repente, mientras el metro aceleraba y entraba en el túnel, advirtió que, pero no, no podía ser… Y, sin embargo, no recordaba haber visto al conductor. No, debía estar distraído. El tren iba ganando velocidad progresivamente y, aunque instintivamente se cogió a la barra para contrarrestar la frenada, la siguiente estación pasó como una exhalación ante sus ojos. ¡No había parado en Paseo de Gracia! Notó la camisa pegada al cuerpo. Claro, no había nadie esperando y el conductor había decidido seguir adelante. Seguro. ¿Seguro?

La velocidad seguía aumentando. Sintió las primeras gotitas de sudor en la frente. Cuando atravesaron Diagonal a toda marcha, ya tenía la garganta completamente seca. El traqueteo empezó a ser anormal. Jamás había ido tan rápido. En Fontana tampoco paró. Ni en Lesseps. Un extraño frenesí le agarrotó las manos, que se apretaban compulsivamente a la cartera. Ya no podía distinguir los carteles de las estaciones, tan acelerado iba el tren, aunque las sabía de memoria: Vallcarca, Penitents… Cuando dejaron atrás Vall d’Hebron supo que iba a morir aplastado, machacado contra el muro de la estación término. Aterrado, pegajoso de sudor, con los ojos desorbitados y el corazón echando chispas, no pudo ni gritar.
Y ni tan siquiera sintió la fantástica colisión.

Trigésimo sexto día de confinamiento bajo el Teide. Inicio hoy un repaso vintage a los artículos que escribí en la revista Cookcircus que codirigí en 2013. Para empezar, ¡qué peor que Sacha!

La Guancha. Domingo, 19 de abril de 2020
Música recomendada: Caray (Jaime Urrutia & Loquillo)

“La ‘vida fácil’ suele ser la más difícil”.
Enrique Jardiel Poncela 

Ese metálico frío madrileño hoy no respeta ni a Dios. Sacha todavía no ha llegado al restaurante, porque estoy en el impío horario de limpieza matutina: estoy solo y aterido… Es el amigo Carlos Valentí, el chef de Rubaiyat, el local de al lado, quien me saca de la calle y me ofrece un café caliente en una mesa todavía sin montar. Me encuentro a Begoña, la infinita, la única mujer “que no se arrepiente jamás de nada de lo hecho la noche anterior”. Pero ya veo llegar a Sacha por el callejón…
Colegas, vamos a darnos un homenaje de tres días sin salir de Sacha y vamos a descubrir, a golpe de platillos descarados, copas, conversación, historias, risas y asombros, los últimos resortes vitales de un tipo que tiene el honor de ser considerado el “presidente vitalicio” de la restauración canalla de Madrid.
¿Canalla? “Cuando la parte humana está al mismo nivel e incluso por encima de la culinaria”. Esto quiere decir que antes que nada están los sueños, las pasiones, las carcajadas…
“Sacha es el único restaurante del mundo en que los clientes llamaron a la policía para echar al dueño”.
El dueño era Carlos, el padre de Sacha.

Ni donde viviré por largos años,
ciudad prometida primavera,
ni donde amante amor aguarda.

Atravesando la tierra, la temerosa rueda,
quizá un árbol florecido pueda
sostener la derramada soledad.

Quizá en la sombra aquella se encontrara
sed abundante, sangre, carne, hueso,
en que albergar la voz que ahora huye.
Álvaro Cunqueiro

“Estaba Carlos –Sacha siempre llama a su padre por el nombre de pila- comiendo un día con unos amigos aquí, y pasaron la tarde entre copas, y llegó la noche y la cena, y siguieron las copas, y llegó la mañana siguiente y más copas, y la comida, y la tarde siempre alcohólica, y la cena, y las consiguientes copas… La larguísima conversación había tomado derroteros literarios, El Quijote, creo, y cada uno opinaba mientras, por turnos, uno de ellos iba dormitando encima de la mesa… Estaban llegando, 48 horas después, a un punto especialmente polémico en la discusión cervantina y el tono de voz se iba elevando cada vez más… En ese punto uno de los clientes que estaba cenando llamó al maître pidiendo que cesara la tormentosa tertulia, que echaran a aquellos señores porque aquello era un escándalo… Tras diversas explicaciones y contra explicaciones, el cliente, por fin, llamó a la policía… Justo antes de que llegara la patrulla, Carlos y sus compinches se largaron discretamente por la puerta de atrás…”
En los genes de Sacha está Carlos, claro, con todo lo que ello comporta. Y su madre, la gran Pitila, con la que yo personalmente llegué a romper el record de horas y copas del párrafo de arriba. ¿Te empiezas a imaginar a Sacha?

“Cuando murió Pitila muchos me aconsejaron cambiar por completo el restaurante, modernizarlo, ya sabes… Pero yo, ante los consejos, pido siempre el 50% en metálico”.

Carlos y Pitila, el comienzo de todo
Años 60 del siglo XX. París. Carlos, un catalán de la “gauche divine”. Pitila, una gallega universal. Pitila acaba de romper con una vida posible: el día de la boda con su novio standard se presentó en la iglesia vestida de calle y con una maleta en la mano: “Tu vida conmigo va a ser un sufrimiento; la mía contigo un aburrimiento”. París aguardaba con una repleta cuenta bancaria fruto de una herencia que será fundida sin perdón en restaurantes, cubiteras de champagne y fiesta. En esos tiempos Pitila era portada de la revista Elle, vivía con María Casares y era arrebatada de Miller, Camus… Y Carlos. De ambos: Sacha. “Recuerdo, de muy niño, llegar a los mejores restaurantes parisinos y al maître preguntar ‘¿la mesa de siempre, madame, el champagne de siempre?’”
Sacha está profundamente marcado por su madre.

“El carnet de Rockola me lo consiguió mi madre. Mientras yo hacía cola en la calle para que me dejaran entrar, ella ya hacía rato que estaba dentro extenuando la barra”.

Esto marca. De hecho, Sacha nunca consiguió llegar a casa… más tarde que Pitila. ¿Qué hacer cuando tus padres son más “heavies” que tú mismo? La respuesta es Sacha, un tipo acostumbrado a vivir entre el lujo más extremo y la nada. Pitila se ponía hasta las cejas de caviar y al pequeño Sacha le tocaba el consabido entrecotte “maître d’hôtel”. Fiestas infinitas en la Rive Gauche o veraneos absurdos en el Motel Osuna, en Madrid, a 500 metros de su domicilio habitual mientras los colegas del cole se la pasaban en la playa. Sin embargo, sus compañeros no disfrutaban de los miércoles “sin cole” de Sacha, cuando su padre lo sacaba de clase para ir al Rastro y después a reconfortarse a Lhardy. O ese día tocaba Jockey. O Horcher. O quizás un bareto cutre como el “guarro Paniza”, donde las gambas sabían a chorizo. Sorpresa. La vida te da sorpresas. A Sacha cada día. “En clase me llamaban el cherokee”. Normal cuando contaba que sus noches no transcurrían en la cama –“ángel de la guarda, dulce compañía…”- sino en los guardarropías de los más afamados tablaos, cabarets y clubs de jazz de la capital. Normal cuando cada mañana, cuando iba al cole, su camino transitaba entre las putas de Costa Fleming, ya amigas del chaval.
¿Entendéis ahora porque es el fundador de los Restaurantes Canallas de Madrid?

Carlos y Pitila.
Carlos y Pitila.

Canalleo fino
Es cuando el crecimiento gastronómico va íntimamente ligado al disfrute. Ahí están Juanjo, Alberto, Chicote, Estanis… La restauración como gozo integral, experiencia vital por encima de la culinaria, aunque contando con esta última como parte del mismo placer. “Somos los últimos en irnos y nos movemos de restaurante en restaurante”.

“Un día Alberto Fernández cenó aquí en cuatro mesas distintas; hace unos días, Blumenthal no quería ni irse”.

Incorrección política como hecho fundacional. Las mesas nos son fronteras sino arenas ardientes donde todo se celebra y se confunde. Los principios de la revolución gastronómica española llevados al extremo: libertad para el chef, libertad para el comensal. “Nos confundimos cuando quisimos ponernos finos, cuando volvimos a poner normas para comer”. Sacha y sus amigachos son los inamovibles, todos procedentes de otros campos: fotografía en su caso, economía, ni se sabe…

Discutiendo el origen de las “bravas”
“De Burgos”, remata Sacha. Y se explica: “para mí las mejores son las del Docamar, el bar de la calle Alicante, cuyo cocinero fue fichado de un bar de la calle Echegaray… y es de Burgos. Por otro lado, La Casa de las Bravas, en el callejón del Gato (donde están los espejos que inspiraron los esperpentos de Valle Inclán), que tiene patentada la salsa, tiene un cocinero… de Burgos.

El “Atleti”
“Yo no cocino para jugadores del Real Madrid”.

“Yo no estudié cocina ni hostias”
Aprender a cocinar comiendo, he aquí el tema. Madre gallega, padre catalán de origen vasco. Pas mal para empezar. La vieja máxima: ¿qué me gustaría comer a mí? Vamos al extremo, pues. “Yo cocino como quiero”. La creatividad es inspiración caprichosa (en el sentido de ocupar un lugar inestable en el espacio y en el tiempo). ¿Por qué no pruebo esto? Todo casual, copiando –“todos copiamos”-, sintiendo, deseando, alucinando.

“Un día estaba en Costa Rica en un bar, en la barra, junto a dos colombianos que te juro no tenían pinta de vendedores de seguros. El cantinero era un boxeador nicaragüense retirado… Los colombianos, mirándome a la cara, se pidieron unos tequilas; yo me apresuré a hacer lo mismo. ‘Os voy a enseñar como lo hacemos los boxeadores –soltó el barman- que no tenemos plata para ir al médico: le meten directamente de la botella y a continuación chupan, exprimiendo, este limón con tabasco llevándose la pulpa… Les aseguro que les va a dormir la boca, no van a sentir nada y, a mitad de botella, se pegarán con quien haga falta’. Yo lo copié a mi manera –porque en el cole también copiaba-, le puse una zamburiña, arbequina, un toque de jalapeño y cilantro. Un día se lo di a probar a Gastón Acurio y me dijo… ‘¡Tiene huevos, es un cebiche!’”

Los platos “ocultos” de Sacha
Entremos en el mundo más recóndito, personal e imaginativo de Sacha. Platos que no están en la carta ni nunca (por lo menos durante años) lo estarán. “No se entenderían” como propuestas estables.
El “steak cassé”, surgido de las noches parisinas ahogadas en bistrots acanallados. Un tartare vuelta y vuelta, tío.
La tortilla de Sacha. Ésta, al final, entró en la carta por pataleo popular. Va con salsa de chorizo, tan simple, tan febril.
Esta tortilla fue el primer plato que Pitila, su madre, no le devolvió. Sí, Pitila, una vez Sacha ya estaba al frente de la cocina, acostumbraba devolver todos los platos por malos. “Usas chambo” (fondo de carne de bote), decía. A partir de la tortilla empezó el respeto de Pitila por su hijo como cocinero.
Sacha trabajaba antes de periodista hasta que le pillaron como prófugo del Servicio Militar. Mal asunto llamarse Hormaechea en los ambientes castrenses de aquella época. ¿Hormaechea? ¿Vasco? “Allí se come muy bien”, le espetó un chusquero, “pues, mira, aquí no vas a comer”. Así fue: Sacha no tuvo derecho a comida y tuvo que alimentarse en el bar de enfrente, donde compartía penas con Carlos Berlanga.
Estamos sentados en la mesa de Pitila y Carlos, justo a la entrada del restaurante, desde donde se controla todo con la mirada y a través de los reflejos…

“El restaurante, con el cliente, debería ser: ‘mira, yo necesito x euros de ti para mi vida, así que me los das directamente y el resto te lo pongo a precio de compra”.

Un menú en Sacha
Berberechos gigantes. Elaborados en una freidora con agua de manera que la presión exterior evita la pérdida de jugos.
Ostra en escabeche. Así las trasladaban desde Galicia a Inglaterra para que Oscar Wilde las pudiera comer. La receta es de Pitila, inspirada en la de un cura de Rianxo que inscribía a los matrimonios con lápiz y amenazaba con borrarlos si “vivían en pecado”.
Alcachofas fritas. Un plato nuncafalla. Las alcachofas se cuelan con movimiento del colador para que cojan aire y se sequen.
Merluza de Celeiro frita. Con mayonesa falsa (infusión y emulsión de la cabeza de la merluza con aceite de oliva, receta de Marcelo Tejedor). Alioli que sustituye el ajo por la gelatina del pez. La merluza frita era uno de los platos que la abuela de Sacha dejaba en la mesa por la noche para aguardar a los after hours y alimentarlos decentemente. “Siempre este pequeño esfuerzo, que lo sigo haciendo a día de hoy, antes que la guarricomida”.
Las tortillas. Patata con jugo de chorizo. Boquerones y piparras. Tortilla de arroz con langostinos y cordones de soja (plato oculto): un tres delicias al revés imaginado por Carlos, su padre, para atenuar la borrachera y poder seguir bebiendo.
Raya con fondo de salpicón templado. El salpicón usado como salsa. Sencillez y descaro. “Yo sé cocinar lo que hago”.
Tuétano con reducción de su jugo. Elaborado al microondas. Guarnición: el chuletón (un trozo). El mundo al revés.
Taberna de lujo. “Restaurante es el de Joan Roca”. Cocina no con cariño sino “con buen humor”. Emoción. Incorrección.
En la cocina de Sacha sólo hay tres máquinas: dos freidoras y un microondas.

“Una vez el mítico torero El gallo se encontró con un antiguo picador suyo que había llegado a ser gobernador de Málaga. El maestro va y le pregunta: ‘¿y cómo llegó a esto?’ ‘Muy fácil, quillo –respondió-, ‘degenerando, degenerando…’”

Tortilla vaga.
Tortilla vaga.

Antes periodista que cocinero
Sacha, con 14 años, trabajaba durante el verano. Fue con ese poco dinero que se compró una máquina de escribir. Al año siguiente, con el sueldo, adquirió una cámara fotográfica. El tercer año empezó a currar en cambio 16 como limpiador del estudio; pero una foto casual –no estaba el “fotero” oficial- a Mónica Randall le dio el pasaporte a la fotografía seria. Y justo cuando ya se iba a independizar de sus padres, ese mismo día, su padre murió durante la siesta. Tras las penalidades de la “mili”, su madre sola en el restaurante, Sacha se enrola en la cocina mientras estudia cine. Es el tiempo en que los vascos llegan a Madrid, el momento de Tomás Herranz, de Abraham, Ramírez… Sacha descubre un nuevo mundo y se pone a “crear”, tras una visita a El Dorado Petit, su primer plato: ravioli de gamba cruda con tomate rallado. El plato sale al comedor… sin sal. A pesar de ello, su intención coquinaria no cesa: canelones de lacón con ternera y fondo de grelos y trufa. La cocina en general es la de Pitila, pero poco a poco Sacha va generando interés a la vez que sigue trabajando en producciones cinematográficas escapando de la cocina. Cuando muere Pitila, tras arrojar sus cenizas en el cabo Finisterre, el mismo lugar donde fueron lanzadas las de Carlos, Sacha toma la decisión definitiva. Restaurante.

“Fuimos en tren hacia Galicia para tirar las cenizas de mi madre al mar, y en una de las paradas, en el bar, perdimos la urna. Desesperados, compramos dos cartones de cigarrillos para fabricar cenizas falsas; pero al final las recuperamos”.

Corrieron en ese momento rumores de cierre. Jamás. Sacha va encontrando su línea, sus colegas, sus fans. Comienza la diversión. Es tiempo de “Movida”. Escalopas con salsa de tuétano y mostaza. El restaurante se abre a las cocho de la mañana con los amigachos, justo tras dejar los whiskies del Rockola. Cine. Viajes. Fotógrafo de Gourmets. En Marruecos descubre la esencialidad de los sabores, la contundencia, la barbaridad. Seducción de México, Japón…

Una botillería de extraño lujo
Todo lo que comes en Sacha parece muy habitual pero en realidad no lo has comido nunca. Sencillez, humanidad, golferío, placer, interminables charlas. Lo que comes lo comes en una pequeña isla donde ocurren cosas improbables. Magia: “es total estar en la memoria de alguien a quien ni tan siquiera conoces”.

“En otra ocasión, le presentaron a El Gallo a Ortega y Gasset. ‘¿Y éste qué hace?’ interrogó el maestro. ‘Piensa, maestro’, le respondieron, a lo que el torero repuso moviendo la cabeza: ‘hay gente pa to’”.

No web. No Facebook. No Twitter. “No me interesa la Michelin”. Un año dejó de enviar el cuestionario de la guía francesa y le amenazaron con echarlo. “Me abrí una botella de champagne para celebrarlo”.
Extraña colisión entre Epicuro y Ferran. Gusto por el gozo directo y fascinación por las vanguardias. Platos que se complican porque su hija sugiere un nuevo ingrediente o porque…
Inclasificable Sacha. “Andoni vino un día a comer con Ferran; a la semana siguiente llenó el restaurante con todo su equipo. Y me dijo: ‘quiero que vean lo que es la emoción en la cocina, ¡haz!’”

Blumenthal acerca del tuétano de Sacha: “¡Esto es la polla!”

Más platos, más conceptos
Un plato oculto: el cóctel de gambas que se elabora y se sirve en directo precisamente como un cóctel. Poner mayonesa, kétchup, brandy, Perrins y mostaza Louit en la coctelera. Agitar. Derramar en la copa llena de verde y gambas. ¿Prefieres hacértelo tú? Oka. Con una pequeña coctelera de cristal y a tu aire, amigo. Otro cóctel, dominical, tú sabes… Hielo, el jugo de una lata de almejas, limón, pimienta, clara de huevo y ginebra: servir sobre una copa de almejas. ¡Menudo gin fizz! Recuerdos de México y esos cócteles sabrosos en la coctelería el Tigre, en Champotón. Bienestar para “la cruda” (resaca) a base de camarón, caracol, pulpo, jaiba, ostión, pimienta, aceite, salsa inglesa, sal, limón, kétchup rebajado con zumo de manzana, cebolla, cilantro y habanero… ¡Te vuela la mente, man!
Ostra frita. Langostino de Huelva crudo con salsa de ajillo, puro porno. Lasaña “ful” de erizos.

“Un día Ornella Mutti se marcó un “strip tease” encima de una de las mesas del restaurante para los últimos clientes…”

Y aunque el frío y la oscuridad de Madrid golpean las cristaleras amenazadoramente, nosotros seguimos bebiendo y platicando y ni nos inmutamos…

Las voces y las risas,
el juego, las botellas,
en torno de las bellas
alegres apurar;
y en sus lascivas bocas,
con voluptuoso halago,
un beso a cada trago
alegres estampar.

Romper después las copas,
los platos, las barajas,
y abiertas las navajas,
buscando el corazón;
oír luego los brindis
mezclados con quejidos
que lanzan los heridos
en llanto y confusión.

Me alegra oír al uno
pedir a voces vino,
mientras que su vecino
se cae en un rincón;
y que otros ya borrachos,
en trino desusado,
cantan al dios vendado
impúdica canción.

Me agradan las queridas
tendidas en los lechos,
sin chales en los pechos
y flojo el cinturón,
mostrando sus encantos,
sin orden el cabello,
al aire el muslo bello…
¡Qué gozo!, ¡qué ilusión!
José de Espronceda

Trigésimo cuarto día de confinamiento bajo el Teide. Hoy rescato un poderoso reportaje que hice en El Valle de la Muerte (California), de LA a Las Vegas, en 1980, para la revista Primera Línea (Grupo Zeta). Un on the road salvaje…

La Guancha. Viernes, 17 de abril de 2020
Música recomendada: Free bird (Lynyrd Skynyrd)

Artículo publicado en Primera Línea en 1980. 

Hay veces en que el único camino para encontrar la libertad está en la búsqueda salvaje de la línea del horizonte. El medio, 3000 centímetros cúbicos distribuidos en seis rugientes y furiosos cilindros.
Harto del glamour y la promiscuidad furtiva de las grandes ciudades, dejé Los Angeles para mezclarme con el caliente asfalto de la carretera, como hiciera hace años Jack Kerouac. Mi destino, más allá del desierto de Mojave, la lightline de Las Vegas. En medio, el infierno incierto del Valle de la Muerte. Mi única obsesión, pisar a fondo.

De repente, sin ningún proceso de reflexión previo, un hombre se da cuenta de que necesita algo más que su vieja habitación cargada de recuerdos efímeros bajo el gastado colchón. Algo más, incluso, que este constante ir y venir por el mundo conociendo todas las puertas de atrás de los hoteles más infames. Tras quince días viviendo el lustre perverso y enigmático de Los Angeles, no tuve ninguna duda. Demasiadas habitaciones vacías en los últimos meses. Demasiadas ciudades. Demasiados secretos mal guardados. Demasiadas decepciones. Thelma y Louise, filme que entreví en una de estas borracheras absurdas a 11.000 pies de altura, me recordó una de las películas a las que más culto rendí a finales de los setentas: Punto límite cero, una road movie brutal, ultrajante. Sentí ansias de libertad. Los viejos Canned Heat me lo pusieron más fácil aun en un alejado club de Santa Monica cuando liquidaron su actuación con el legendario On the road again. Pensé que podía morir sin conocer la libertad que ofrece, recta y lejana, la carretera que conduce de Los Angeles a Las Vegas, pasando, claro, por el Valle de la Muerte, fantástica tumba de los legendarios 49’ers. Era tiempo de partir.

El sol luce, un tanto desvaído, en el aún desierto Sunset Boulevard. Todavía queda en el aire el aura salvaje del cruising de fin de semana. Unos travestis charlan cansinamente y fuman en la puerta de un burger desierto…

Los Angeles, 07.16 A.M.
El radio-despertador del Sunset Motel me despierta con las guitarras sucias de Nirvana. La cama, que comparto con una melena rubia descolorida sin cara no huele precisamente a un espíritu teenager. Agarrotado por la mezcla de alcohol y cristal que me metí la noche anterior en Arena, me levanto como puedo. Al lado, ni un solo movimiento. Entre el estruendo de la radio, oigo unos golpes en la puerta. Es Juan, el fotógrafo, que no ha fallado con el despertador. O.K., tío. Quedamos en cinco minutos en el bar. Nos prometieron, por 35 dólares, leche y donuts a gogo. ¿Pagué ayer por la mujer que ahora me horroriza en el otro lado del lecho? Ni después de la ducha puedo recordarlo con exactitud. Sea como fuere, recojo, lleno las bolsas, me enfundo las botas de búfalo –¿sabes que en los States ya se están comercializando las hamburguesas de búfalo?–, un T-shirt con el inequívoco mensaje de «Fuck» que me parece la más apropiada, los gastados jeans negros y mi abrigo con cuello de piel de víbora. Dejo la habitación, aun caliente de un sexo que, sin embargo, ya está olvidado, y me presento en el bar. En el motel todavía se huele esta mezcla extraña pero demasiado familiar de sudor presuroso y perfume francés usado con demasiada generosidad. Café. En mi ciudad, a miles de kilómetros de distancia, una mujer está empacando mis cosas. Fue bonito mientras duró, creo que dijo. O algo así. Necesito carretera. El sol luce, un tanto desvaído, en el aun desierto Sunset Boulevard. Todavía queda en el aire el aura salvaje del cruising de fin de semana. Unos travestis charlan cansinamente y fuman en la puerta de un burger desierto. Entramos en el coche. Es un convertible de seis cilindros, 3000 centímetros cúbicos y un potente radio casette. El sol, finalmente, le va a ganar la partida al smog. Sintonizo Pirate Radio, la emisora del «non stop rock and roll». Lynyrd Skynyrd empiezan a llenar el ambiente del coche con su «Free bird». El viaje no puede comenzar mejor. Por una vez, creo que sí escogí el mejor momento para dejar de esnifar pegamento. El primer cigarrillo del día. Con el coche descapotado al cielo de Los Angeles, giro por la Western y entro en la freeway. Ya estamos en camino. Juan aun duerme.

Freeway 101, 08.30 A.M.
El aire es fresco pero el sol cae ya con cierta fuerza sobre el rojo tapizado del carro, que propulso, mientras Juan va despertando de una noche demasiado movida, a 90 millas por hora. Si me cruzo con la policía, pringaré. Las ciudades de Los Angeles van pasando, veloces, mientras el perfil polucionado del skyline del Downtown se desdibuja en el retrovisor. Los Angeles es una metrópolis eterna en el espacio: L.A., San Gabriel, El Monte, West Covina, Pomona… Gary Moore atrona desde los bafles. «Veo tu cara en las nubes, chica». No hay nubes en el cielo. Solo unos cirros hiperrealistas se trazan en el horizonte, poblado todavía de material urbano. Anoche soñé que lo hacía con ella encima de la mesa de un billar, mientras los clientes del bar apostaban en extrañas máquinas. Creo que la apuesta era yo. Pero ella ya no está, o está con otro, y mi apuesta es contra el asfalto. Entramos en la 10, que pronto, en su empalme con la 15 Norte, nos adentrará en el dilatado desierto de Mojave, previo pase por el parque de San Bernardino. Juan compara la soledad que empieza a adueñarse del paisaje que bordea la carretera con la que sintió con su primera mujer en una playa del norte de Argentina. «Íbamos desnudos todo el día», recuerda con mirada ensoñadora. Debe ser el calor, que ya es sofocante.

Summit Inn, 10.30 A.M.
Hemos dejado atrás unos carteles que indican Las vegas, 216 millas, y hemos salido de la highway para tomar el primer café en ruta. Summit Inn. Los anuncios de neón proclaman el mejor hillbilly burger –con pan de ajo y patatas–, pero Juan y yo nos decidimos por un café aguado y una jodida Budweiser. Hay que empezar a darse marcha. La carretera se exhibe, con espejismos de calor al fondo, demasiado larga. Volvemos al coche. A los lados de la carretera el desierto ya no nos abandona. Sólo algunos coches abandonados y pequeños núcleos de motorhouses brillantes salpican de color el escenario de desolación infinita que se extiende a norte y sur. Son los restos polvorientos de libertades y destinos ya olvidados. ¿Cómo se debían sentir los primeros en atravesar el mortal desierto de Mojave? Muchos murieron en el intento. Ahora, sin embargo, los postes de auxilio, cada milla, aseguran al viajero una asistencia inmediata en caso de fallo o accidente. Es curioso, nadie hace auto stop. La 15 Norte pertenece a los coches. Mis pensamientos, como la propia carretera, se pierden en un horizonte vibrante por las volutas de calor, que se levantan del asfalto recalentado por un sol que no entiende de sentimientos. El sol y el desierto son los grandes niveladores. Hacen que el tiempo se detenga en tu coco. ¿Qué importancia puede tener el hijo de puta que está intentando joderte en el trabajo hablando mal de ti para conseguir la limosna de un ascenso ridículo? ¿Qué importa que una mujer desaparezca con un botín de recuerdos compartidos? El futuro está aquí mismo, más allá de la próxima loma. Acelero. Acelero más. Juan ni se inmuta. «Tengo una mujer, ahora mismo, ocupando mi cama, y no sé si estará allí cuando regrese», comenta desganadamente.

Museo de Roy Rogers.
Museo de Roy Rogers.

Roy Rogers Museum, Mojave Drive, 13.15 P.M.
Veo un fortín, como el de los viejos westerns, a la izquierda de la carretera. Freno con precipitación y salgo de la highway. ¿Qué será?, nos preguntamos. Vamos detrás de un gigantesco truck-cisterna totalmente metalizado. Juan, alucinado, se sienta en el respaldo del asiento y empieza a tirar fotos. Hasta que paramos en la estación de servicio de Mojave Drive. Juan sigue con las fotos. El conductor se acerca a mí. Me dice que es una lástima que veamos el camión así. «Hace una semana, no, diez días que no lo limpio». ¡Tío, esto es una locura, el jodido camión es lo más brillante que he visto en mi vida! Nos metemos por un camino de tierra que parece nos va a llevar directamente, a través de los cactus, al sorprendente fortín. ¡Es el museo de Roy Rogers! No me lo puedo ni creer, por fin podré ver en directo el color de las camisas del que fue, sin duda, el último cowboy. Y sus sillas de montar. Y… Pagamos los 8 dólares de la entrada junto a una pareja de viejos que parecen surgidos de una comedia de los cincuentas. Este museo está más allá del kitsch: sus fotos –sus hijos aprendiendo a caminar, su mujer montando a caballo, recibiendo regalos de actores famosos, sus hijos ya mayores–, sus relojes, sus famosos caballos disecados, sus objetos de uso personal, su soberbia y desproporcionada colección de botas de fantasía, sus camisas –¡qué colores!–, su increíble colección de armas de fuego –con pistolas de colores y un winchester regalado por Clark Gable–, sus trofeos de caza, sus sillas de montar de plástico… Roy Rogers no perdió el tiempo en su vida. Y, al final, su coche. Lo veo y no lo creo. Es un Cadillac con el interior completamente repujado en cuero y decorado con la más brillante e insólita colección de armas jamás vista. Las manecillas de las puertas, los embellecedores, los mandos del salpicadero… todo, hecho con colts a tamaño. Para abrir el capo, un rifle de repetición. Es el resumen de una vida plena. Quizás, pienso mientras observo las horteradas que venden en la tienda de souvenirs, todo en la vida se trate de montar un personaje y meterse en la película. Quizás no hay nada más adelante para descubrir. Quizás todo lo que debamos descubrir esté en nuestro interior. Quizás…

Lenwood, 14.05 P.M.
El desierto de Mojave ofrece, aparte el Museo, poca cosa al roadrunner. Velocidad, aire caliente y una vaga promesa de libertad más allá de la última y rara curva. Seguimos en un entorno de matorrales, rocas calcinadas y sol cegador. Y llegamos a Lenwood, un cruce de caminos ocupado por todas las cadenas de hamburgueserías americanas y un par de gasolineras. Es tiempo de comer. Entramos en uno de los locales y ordenamos hamburguesas y chile. La camarera, una treintañera poco agraciada pero muy simpática, me pregunta si mi abrigo es de lagarto. De serpiente, de serpiente. Me dice que si se lo vendo. No, contesto, me gusta la víbora. Yo soy un poco serpiente, acabo por espetarle. Noto que me sigue mirando. Pagamos y nos vamos.

Calico Ghost Town, 16.00 P.M.
Esta ciudad fantasma prefabricada encima de la auténtica es el único lugar que, previamente al viaje, nos han dicho que debemos visitar. El desvío, polvoriento, nos conduce hacia unas montañas rojizas donde un cartel pintado en blanco sobre las rocas anuncia la ubicación del lugar. Se trata de una antigua ciudad minera abandonada hace unos 100 años. Pero, maldición, un millonario de pocas luces se dedicó a reconstruir la vieja ciudad. Todo huele a nuevo. A plástico y maderas recién cortadas. A souvenirs manufacturados en Hong Kong. Hasta las piedras son nuevas. Y hemos pagado 10 dólares por la broma. Regresamos, mosqueados, a la carretera. Los Estados Unidos han creado una nueva realidad cuyo paradigma es Disneylandia. Los auténtico no es lo auténtico; lo auténtico es lo que parece que es auténtico. La realidad se debe parecer a nuestros sueños, fabricados en las factorías de Hollywood. La hierba debe ser más verde que la natural, los animales, de cartón piedra, y las ciudades fantasmas, limpias, relucientes y bien señalizadas. Si no, nadie se lo creería. No me lo creo.

Baker, 17.15 P.M.
Hemos llegado a Baker, pequeño pueblo en donde inicia su camino la carretera 127, la que nos llevará directamente al Valle de la Muerte. Llenamos el tanque. Nunca se sabe. La 127 es una carretera solitaria, flanqueda por un viento que desdibuja las montañas del fondo con su violencia inusitada. Pasamos por un aeródromo que exhibe, solitaria, una avioneta borrosa. A partir de aquí, la circulación desparece. Somos nosotros, Juan y yo, el coche y la carretera. El sol se está poniendo y el frio desolado se empieza a colar por el interior del convertible. Vuelvo a pensar en esta mujer y en esta vida que ya no voy a tener. Pero sin tristeza. Sé que más allá de las montañas no sólo está el Valle de la Muerte. Siento que, estando en un cruce de caminos, voy a saber qué dirección tomar. Seguro. Algo grande está por venir. En Soshonee, en el Crow Bar –un local lleno de cervezas, billares y clientes ausentes en la barra–, Juan adquiere una botella de licor de cerezas. ¡Que jodida bebida esta! Dulce, pegajosa, pero viciosa hasta la borrachera. esto cada vez se pone mejor. Oscuridad.

Death Valley Junction, 20.00 P.M.
Nos han advertido que durmamos aquí. Sale mejor de precio que en el Valle de la Muerte, donde el único hotel resulta ser de lujo tropical. Lo que son las cosas. Y tras el tremendo pulso que hemos forzado el Chrysler y yo, estoy cansado. Y, como Juan, borracho del maldito licor. Estamos ante el Amargosa Hotel. Nos atiende un chaval pelirrojo de no más de 18 años. «Hay que pagar por adelantado, 80 dólares la doble con baño», dispara. Pago. No hay nadie para llevar las maletas. «Aquí, al borde del Valle de la Muerte, no se vive mal. No hay marcha, pero queda mucho tiempo para estudiar, y ya tendré tiempo. Además, esta es una ciudad libre de drogas», me vende el chico. Palpo con mis dedos la bolsa con hongos alucinógenos que compré en Los Angeles a un mexicano con descaro. Mañana alucinaré en el Valle con las setas.

Vamos a cenar al único lugar practicable, a tres millas, pocos metros más allá de la frontera entre California y Nevada. Es el Stateline Saloon, claro. En el bar, lleno de tragaperras –estamos en Nevada–, hay una fantástica e inquietante colección de gorras de baseball. Y un juke box. Y un salón que, en mejores tiempos, conoció el brillo de la música country en directo. Creo que es el sitio donde, los sábados, se puede pillar lo poco que debe haber en el lugar. La vieja es agradable, y nos hace una pizza que me va a ocasionar una de las peores pesadillas estomacales que recuerdo. Meto unos dimes en la máquina para que suenen Lynyrd Skynyrd. Dos viejos desdentados, los únicos ocupantes de la larga barra, ríen.

Death Valley Junction, 07.30 A.M.
El tipo del hotel se pasó con nosotros. No hay ducha. En la bañera, me retuerzo para conseguir mojarme con el chorrito que sale del grifo. Ya en el bar, nos lo hacemos con café y magdalenas. Y me como los hongos. La cosa promete. Dejamos atrás el ominoso Amargosa Hotel, ponemos gasolina sin plomo al lado del Stateline y embocamos a 100 millas por hora la 190, directamente hacia el Death Valley. No hay nadie a la vista. El Valle de la Muerte es una loca disputa entre el infierno y el paraíso, entre la esterilidad pétrea y la magnificencia de sus paisajes prehistóricos, casi marcianos. El coche descapotado, mis ray ban, el sudor y el sol cegador son nuestros únicos compañeros en la velocidad y la desolación. Llegamos a Zabriskie Point, sí, a Zabriskie Point, y los hongos empiezan a subir, perezosos, hacia mi cerebro. Desde el mirador, las montañas torturadas por mil movimientos geológicos se envuelven sobre ellas mismas y se arrugan grotescamente en mil tonos de ocre. Es fantástico. ¿Qué ocurriría si me desnudara y corriese hacia los cañones que se retuercen entre el estallido colorista de Zabriskie?

Conducimos salvajemente mientras Guns & Roses chillan desde el radio casette que quieren volver a la tierra donde la hierba es verde y las chicas bonitas. Y yo quiero volver a casa. A alguna casa…

Furnace Creek, 10.15 A.M.
Estamos en el centro del Valle de la Muerte y en el centro del cebollón de los hongos. Furnace Creek es el oasis dentro del desierto. Artificial, claro, como todo. Un hotel de lujo, restaurantes, bares, campo de golf… Y una cabina telefónica al lado mismo de la bien asfaltada carretera. No quiero ver palmeras. El coche, sin saber cómo, se ha puesto al máximo de su poderoso motor. Paramos en mitad de una llanura infinita. Queremos caminar bajo el sol. Pisamos el bórax con nuestras botas. Hay bórax por todas partes. Los 49’ers, en busca de oro en 1949, pasaron y sufrieron y murieron en este valle desierto sin saber que bajo sus pies se escondía la riqueza. El crepitar del bórax milenario bajo la suela de las botas es el único sonido que rompe el opresor silencio guardado por la mole montañosa que bordea el Valle. Conducimos salvajemente mientras Guns & Roses chillan desde el radio casette que quieren volver a la tierra donde la hierba es verde y las chicas bonitas. Y yo quiero volver a casa. A alguna casa. Hemos llegado a las dunas de Mesquite Flat, no lejos de las Grapevine Mountains. Ese es el desierto puro y duro. Mientras Juan se pierde con sus máquinas más allá de las onduladas arenas, me quedo en el coche, sudando, mojado, recalentado por un sol que ha pasado de ser injusto a ser voluptuoso. Quizás los hongos… No hay agua, y los restos del licor de cerezas han resecado mi boca. Pasan los minutos, acaso las horas, y el ojo llameante que cuelga del cielo brutalmente azul me mira cada vez más opulentamente. Yo ya no soy yo. Soy sudor, soy fuego, soy sol. Soy desierto calcinado. Si esto es el infierno, no está mal. Pero me estoy quemando literalmente. Juan vuelve con la mirada perdida. Regresamos a Furnace Creek. Comemos. La camarera es una gordita llena de morbo que le rebosa desde el sugerente escote. Y ya en la bajada de los hongos, volvemos a golpear la carretera.

Devil’s Golf Courses, 16.15 P.M.
El Valle de la Muerte está lleno de lugares insólitos, alucinantes. Como los Campos de golf del diablo, una especie de mar eterno hecho con los milenios a partir de agua, sal, viento y lluvia. O como las salinas chatas y especulares del punto más bajo del hemisferio norte –86 metros bajo el nivel del mar. O como la estéril ilusión del Twenty Mule Team Canyon. O el Red Wall Canyon, o el Titus Canyon, o el Mosaic Canyon, o el Golden Canyon, o el espantoso Ubehebe Crater, o… A la puesta del sol, salimos de este lugar de espejismos reales: las Vegas nos espera esta misma noche.

Cathrop Wells, 19.45 P.M.
Estamos ya en camino hacia la ciudad de los neones. Los pueblos van pasando, veloces, fuera de las ventanillas del coche: Indian Springs, Paiutee Reservation… Las Vegas. Es noche cerrada cuando aparece, de repente, la famosa lightline de la capital mundial del juego. Quién sabe, quizás esta noche podamos comprar nuestra libertad en las máquinas tragaperras del Mirage.