Paulo Airaudo, en su Aleia de Barcelona (hotel Casa Fuster), no sólo avanza en su inclasificable (y fascinador) estilo, afortunadamente alejado del mainstream tanto en concepción como en factura, sino que se refuerza con la mano firme y classy de Rafa de Bedoya, el chef residente, que alía su Jerez natal con Catalunya y con las armonías funky de Airaudo en un fresco gastronómico de mucha altura… y sabor. Sí; soy fan.
Música recomendada: I’ve got a crush on you (Brian Wilson)
No puedo dejar de recordar hoy, aquí, demorando la vista sobre el paseo de Gràcia con un negroni en la mano, cuando conocí a Paulo Airaudo. Fue en su primer local donostiarra, el Amelia, donde, con alambicada verborrea, me fantaseó (con inquietante aplomo, no obstante) sus ideas y sus futuros, que luego resultaron ser no sólo ciertos sino hasta tímidos en sus expectativas. En aquel momento Paulo era una rarity en San Sebastián, aunque, al acabar aquel menú primigenio, ya sentí su llamada y supe que una nueva historia culinaria iba a comenzar.

Él no se equivocaba; yo, tampoco. Llegaron otros locales, otros países, estrellas Michelin varias… Y, por fin (hasta ahora), Barcelona. Y otro macaron. Razones a la guía roja no le faltan. En el seductor modernismo del hotel, un comedor elegante en la primera planta, discreto, con amplios y sinuosos ventanales a los “jardinets” de Gràcia, ese oasis recoleto donde comienza el famoso paseo, y un servicio fino a cargo de Paula Miguel -jefa de sala- y el sumiller Michi Infante. Esto por un lado. Por el otro, Rafa de Bedoya, el chef al mando. No es baladí decir que, después de transitar por el Celler, Azurmendi, el Cenador de Amós o DStage, pasó varios años con Juanlu (Lú Cocina y Alma), donde su natural querencia por la cocina francesa se fortificó todavía más. De Jerez y de Juanlu su sensibilidad por la alegría andaluza y las salsas clásicas; de Catalunya, el producto; y de su asociación con Airaudo, lo numinoso que envuelve todo. La resultante: luz, swing y mucho sabor.

Desfilan ya los aperitivos en la mesa, con una ostra del Delta del Ebro con mignonette de sakura y gelée de su agua; la gamba blanca de Tarragona con crema de raifort y aceite de perifollo; la tartaleta de tartare de jurela, mano de Buda, encurtidos y caviar; el brioche de choco frito con holandesa de su tinta; y la croqueta de cogote de merluza y colágeno (sin harina). Exquisitez en la elaboración y en los acabados.
Sabor, decíamos, y belezza, otra de las “marcas” de Airaudo y de Bedoya: cáliz de rábano sandía con parpatana de atún rojo y aliño de tomate, todo un guateque de texturas. Flan nipón de consomé ibérico como base de los rebozuelos, la anguila ahumada y el foie gras. Sabores impresionistas…Tiempo para lo sicalíptico con la hogaza de pan de masa madre, el tuétano asado y las mantequillas (tomate, aceite de oliva y jamón ibérico).

Evocaciones andaluzas: salmonete soasado con huevas de salmón y gazpachuelo de anchoas y mejillones, y esa cocción cronométrica del pescado. Entonces llega la inmensidad, presidida por una cigala a la brasa acompañada de una beurre blanc de amontillado y aire de sus corales. Ya te digo… No dejemos las grandezas: rape con ocho días de maduración, foyot de fricandó y guiso de senderuelas con trufa. Joder. Y pechuga de pato de Challans con “farcellet” de col de sus muslos y foie gras, servido en gueridón.
Los postres, provocadores, transitan entre unas fresas (compota y frescas) con caviar y nata quemada; el flan de mató edulcorado con boniato y galletas de nuez; y el caleidoscópico savarín borracho de ron con chantilly y trufa.
El Aleia es mucho.