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No creo que haya en el mundo nadie que sepa tanto del arroz valenciano como Santos Ruiz (con quien tuve la suerte de compartir redacción gastronómica en Metrópoli El Mundo durante años) . Ni nadie que tenga tanta capacidad (a partir de la infatigable y trepidante erudición) de seducción para, explicándolo, recrear en las imaginaciones de los acusmáticos no sólo la maravilla histórico-social-organoléptica de este cereal maravillado de Albufera, sino su proyección en el insondable centro del placer gastronómico que todos atesoramos en la parte más epicúrea de nuestras mentes.
Así que figuraos todo lo que puede dar de sí (en lo pedagógico y en lo hedonista) viajar a la Albufera de Valencia a conocer los secretos últimos del arroz DO Valencia con su gerente e ideólogo, el amigo Santos Ruiz.

Música recomendada: Jambalaya (John Fogerty)

Fascina -recuerdo las palabras bifurcadas de Santos junto al Mirador de la Gola de Pujol, en pleno y verde Parque Natural de la Albufera- ir descubriendo la larga historia de la Albufera y del arroz en este enclave que, en tiempos remotos, fue ganado al mar. Un lugar de silencio esmeralda, pájaros encantados, misteriosas anguilas, ubérrimas “llisas” (mújol), fuente de narraciones extraordinarias (sin ir más lejos, Blasco Ibáñez) y, por encima de todo, el lugar donde habita el mejor arroz del mundo para la confección de la paella valenciana. Todo (el arroz) empezó con los árabes, como tantas otras cosas en nuestro país, en el siglo VIII. Los humedales y el conocimiento de aquellos, hizo que los cultivos prosperasen y que, a partir de Jaime I, ya fueran los pobladores cristianos los que tomaran el control, eso sí, con muchas dificultades de adaptación al entorno y con largos episodios de abandono. Luego fueron las fiebres (malaria), hasta que el botánico ilustrado (y ecologista “avant la lettre”) Cavanilles, además de clasificar la flora de su Valencia natal (taxonomía todavía usada a día de hoy), aun criticando el cultivo del arroz percibiendo que el origen de las fiebres estaba en los humedales donde se plantaba, vio el potencial ecológico de su cultivo y, de esta suerte, a partir de entonces (XVIII) el arroz comenzó su definitiva carrera para ser parte fundamental de la idiosincrasia valenciana y, por fin, a través de su calidad y de la ubicua paella, convertirse en patrimonio gastronómico mundial.

Este pálido resumen histórico nos ha de llevar necesariamente a la inalienable calidad -en origen y en manipulación- actual del arroz DO Valencia, y sé que no descubro nada. Tres tipos -siempre creados a partir de la necesidad de que los granos sean muy permeables (absorción) al sabor para orquestar la paella perfecta- conforman ahora mismo el pódium (aunque en muy breve se van a presentar dos o tres más, información todavía no disponible) arrocero valenciano: el bomba, grano firme, resistencia a la sobrecocción; el sènia (su variedad más popular es el J. Sendra), cremoso, jugoso, delicado de cocción; y el albufera, fino, firme pero cremoso, genial para los arroces melosos. Insiste Santos, ante la “amenaza” (incruenta) de arroces externos como el famoso carnaroli italiano, explica pacientemente que “ese arroz es el perfecto para los risottos, que son elaboraciones mantecadas; pero no para la paella, que lo que pide es absorción de sabor, algo que no posee el cereal italiano. Y al contrario”.

Albufera. Arrozales. Santos y yo. Fotos: Xavier Agulló.
Albufera. Arrozales. Santos y yo. Fotos: Xavier Agulló.

¡Esa paella con Santos y los colegas! (incluye receta)
La mañana pertenece a los arrozales, que visitamos para tocar in situ los arroces, distraernos con las aves residentes, pasear en la calma soleada… Una preparación para acometer, en la “Casa del motorista”, en plana Albufera, junto a los humedales, en el “tancat” de la DO Arroz de Valencia, una paella sin tonterías. Y, dejando de lado las risas (muchas) y otros temas de carácter privado, paso a detallar la receta de Santos…

Verduras: judía “rochet”, judía plana “ferraüra”, “garrofó” y “tabella”. Carnes: pollo, conejo y las carcasas de un pato (que limpia Santos) para dar más sabor. Arroz: albufera.

A por ello… Con un incesante caudal de vino y cerveza, y los entretenimientos de un atún entero en salazón, clóchinas, sepia bruta y un envolvente “all i pebre” de anguila, empezamos dorando el pollo, el pato y, al final, el conejo, que es más delicado. Apartamos hacia los lados las carnes ya doradas y, en el centro, salteamos ligeramente las verduras verdes (no el “garrofó” ni la “tabella”). Añadimos el pimentón con cuidado y, encima, el tomate pera rallado.

Es el momento de añadir el agua (ojo, no caldo, eso pertenece a los arroces de Alicante). Santos lo hace rápido: “con el agua que tiremos, en realidad haremos un caldo con todo el sabor de los ingredientes”. Es el momento de añadir el azafrán, el “garrofó” y la “tobella”.

La relación de agua y arroz es de 4 a 1. Truco de Santos: “cuando tiremos el agua en esa proporción, mediremos con un cuchillo en vertical la altura del líquido, y haremos una marca. Entonces ya le metemos más agua, porque la idea es que se vaya evaporando para conseguir, con el tiempo extra, todo el sabor de los ingredientes. Cuando la altura del líquido vuelva a la posición original de cuatro por uno (o, una vez probado, ya tenga el sabor), ya está”. Es el momento de añadir el azafrán, el “garrofó” y la “tobella”.

Y tiramos el arroz. Serán entre 15 y 18 minutos. Compartimos en el centro de la mesa, cada uno con su sector circular (si no quieres piezas de carne, las tiras al centro para los demás). Y abandónate…

La paella valenciana con Santos y los cogas. Arriba a la derecha, Santos con Eufrasio. Fotos: Xavier Agulló.
La paella valenciana con Santos y los cogas. Arriba a la derecha, Santos con Eufrasio. Fotos: Xavier Agulló.

El museo de la DO Arroz de Valencia
Esencial, para entender la singularidad del arroz de Valencia, la visita a este centenario molino de arroz (perfectamente conservado y en funcionamiento didáctico) en Valencia.
Comencemos diciendo que hay tres calidades de arroz DO Valencia (fíjate en las etiquetas): extra, con un mínimo del 92,7% de granos enteros sin defectos; primera, un mínimo del 86,5% de granos enteros sin defectos; y segunda, un mínimo del 79,75% de granos enteros sin defectos. Muy importante escoger el extra para conseguir cocción uniforme de todos los granos y la correcta absorción de los sabores. Avisado estás.

Y ahora veamos “cómo se hace” el arroz… Primero limpieza de todas las impurezas y secado hasta conseguir un máximo del 14% de humedad. Bien. La máquina descascarilladora se ocupa entonces de quitar la piel (con la piel es el llamado arroz integral, aunque, apunta Santos, “la cantidad de fibra, minerales y vitaminas con respecto al arroz blanco es pequeñísima”). En este paso hemos eliminado, pues, el salvado. A continuación, el blanqueado, paso decisivo, porque el mecanismo pule el grano, haciendo más blanco y con mayor cantidad de absorción de líquidos (y, por tanto, sabores). Lo último es un proceso que elimina los granos rotos o defectuosos.

La experiencia acabó en Quique Dacosta, en Dènia, con un menú estupefaciente y una selección de vinos ejemplar del gran Navarrete. Pero esto, amigos míos, es otro viaje…

Con el nombre de Cadaqués, inequívoca metáfora del espíritu mediterráneo, el Grupo Sagardi ha abierto restaurante junto al puerto de Barcelona. Atmósfera parsimoniosa, parrilla de leña, producto estelar y maneras tradicionales. Escuela de placer…

Música recomendada: Jambalaya (Van Morrison & Linda Gay Lewis)

Son ya muchos los años que llevo siguiendo a Iñaki López de Viñaspre, inspirador y dirigente del Grupo Sagardi, como audaz y tenaz empresario de la restauración y como amigo. Sin duda, su trabajo de difusión de la cocina vasca tradicional, desde el pintxo hasta la txuleta, tanto aquí como en Portugal, Reino Unido y en América (México y Argentina), ha sido mucho más que notable. Pero más allá de su leit motiv principal, también Iñaki se ha fascinado de otros parajes, de otros sabores. Así, sus dos restaurantes junto a Oriol Rovira de Els Casals (Sagàs y Pork) o su espectacular y metauténtico mexicano Oaxaca, con el gran chef Joan Bagur, todos ellos en Barcelona, no han cesado en el éxito de los muy conocidos “Sagardis”.

Era entonces paradójico que, viviendo junto al mar Mediterráneo, en Sant Pere de Ribes, no hubiera sentido la llamada de su esencia gastronómica. Pero sí. Y justo antes del fatídico estado de alarma, el pasado febrero, abrió el Cadaqués, cuyo nombre, como decía en la entradilla, no admite demasiadas interpretaciones. A pocos pasos del mencionado Oaxaca, los barriles en el exterior de la entrada para demorarse en alguna tapita y la gran cristalera que muestra sin tapujos la enorme parrilla y las llamas, sitúan al transeúnte al borde del mar, y en los días claros hasta el Cap de Creus es vislumbrado por los más fantasiosos.

La parrilla. Restaurante Cadaqués. Barcelona. Foto: Xavier Agulló.
La parrilla. Restaurante Cadaqués. Barcelona. Foto: Xavier Agulló.

En el interior manda la estética lenta y marinera de la Costa Brava más lejana, pizarras, maderas desnudas, suelos originales de antaño, blancos, azules… Frescor y maresía en el ambiente. Pablo Arnal, el director, es quien organiza la sala, con la cocina vista. Y recibe con un bull de Cal Rovira acompañado de un airbag, sabroso pero fino snack. Como ya se habrá adivinado, el Cadaqués es restaurante de pescados y arroces elaborados como siempre, pero con un cariño muy especial para las cocciones. Perfectas. Pero también “clásicos” de la cocina catalana como el pollo (Cal Rovira) con cigalas, las albóndigas con sepia, el fricandó…

Una incursión en la carta, no obstante, ofrece mucho más, e incluso algunos incunables que harán del comensal peregrino recurrente. El primero, de entrada: la cigala entera del Cap de Creus, minuciosa en el tratamiento, recubierta por un sofrito que le arrancaría más que una sonrisa al desaparecido Pere Bahí, seis horas a fuego lento, toques de Pernod y guindilla y con tan refinada intensidad que, me confía Pablo, “es la hostia en bocadillo”. Lo creo. Llega entonces el pan del Forn Vilamala, porque ese sofrito es esclavo del unto. Y el canelón (levísima pasta wonton) de brandada de bacalao con coulis de tomate, que, infortunadamente, lleva un exceso de vainilla.

Comedor. Tortlla. Canelón. Cigala. Restaurante Cadaqués. Barcelona. Fotos: Xavier Agulló.
Comedor. Tortlla. Canelón. Cigala. Restaurante Cadaqués. Barcelona. Fotos: Xavier Agulló.

Gauss vuelve a su pico con otro de los inexcusables: la tortilla de patata (con cebolla) recubierta de romescada y gambitas. Penetramos en otro mundo donde fundencias y sabores en promiscuidad te lanzan fuera a lugares ensoñadoramente deleitosos. Todo un ataque a la honestidad. Buen momento para el arroz, hoy el brut. Sepia, calamar, rape y almejas. Medio dedo de grosor. Punto intachable. Harto de comer arroces que me retrotraen fatalmente al tigre soñado de Borges (“disecado o endeble, o con impuras variaciones de forma, o de un tamaño inadmisible, o harto fugaz, o tirando a perro o a pájaro”), éste se me antoja el punto justo de prudencia y sabor, y, desde luego, con esa cocción tan “fácil” destinada a la celebración del cereal en promiscuidad marina. El Mediterráneo resplandece. Hay más: de caracoles y conejo en homenaje a Paco Gandía, El Pinoso; el cremoso de bogavante; el de pescados de roca… Todos a la leña.

No pueden faltar los famosos taps de Cadaqués con nata avainillada como fin de fiesta, pour le plaisir. Y, por cierto, la semana que viene se abre el Cadaqués de Madrid.

Juraría, cuando luego voy a buscar el coche, que tras la Estación de Francia se levanta un faro…

Regresa triunfal a La Molicie Alberto Luchini. Y lo hace con su última celebración en El Faralló (Dènia), versión 2020 de una comida que compartimos con extravagante alborozo ambos en 2019. Y te digo que fue…

Música recomendada: Strange face of love (Tito & Tarántula)

Antes de nada, nobleza obliga, debo reconocer que el copyright del brillante título no es mío sino del renacentista y gran gastrónomo Eric Vernacci, quien me preguntó qué tal había ido una celebración familiar y, tras referirle que había sido en el restaurante El Faralló de Las Rotes de Dénia, respondió con semejante expresión que, en honor a la verdad, no podría estar mejor tirada. Porque a “El Faralló”, que practica, como ellos mismos señalan, “Cuina deniera”, se va a muchas cosas, todas buenas, pero por encima de cualquier otra a disfrutar de las que, si no son las mejores gambas rojas de toda la costa alicantina, están muy cerca de serlo.

Cuatro hermosas unidades de unos 45 gramos cada una son más que suficientes para que dos personas se den un homenaje en toda regla, que el consumo de la gamba, como el del alcohol, ha de ser con moderación… entre otras cosas, porque actualmente se tarifan a 220 euros el kilo. Las de este 2020, vaya usted a saber si por el parón en las capturas que supuso el arresto domiciliario, si por una improbable conjunción astral o si porque alguna alegría nos merecemos en medio de la hecatombe sanitaria y teniendo que padecer a los políticos que padecemos, son las más emocionantes que he probado en las casi dos décadas que llevo visitando este “templo del producto”, tal y como lo clasificaron en su imprescindible libro homónimo Borja Beneyto y Carlos Mateos.

Ligeramente hervidos (a la plancha los dejo para los rusos, la mayoría de los cuales ni siquiera se comen las cabezas), los cuatro bichitos que se ven en la foto conjugaban a la perfección un profundo sabor a mar con el sutilísimo y goloso dulzor que caracteriza a las gambas capturadas en la zona de influencia de la lonja de Dénia. Chupar las cabezas con los ojos cerrados es embarcarse en un viaje sin rumbo cuyo único destino es esa felicidad que tan esquiva nos está resultando en estos extraños y deleznables tiempos.

Gambas. El Faralló. Dènia, Foto: Alberto Luchini.
Teelinas. Pulpo seco. El Faralló. Dènia, Foto: Alberto Luchini.

Pero como no sólo de gambas vive el hombre, básicamente porque dos piezas estimulan el paladar pero no llenan el buche, cuando el espíritu regresa, inevitablemente, a la tierra, hay que completar la comida. Como entrantes, dos fruslerías que no pueden ser más “denieras”: una tellinas (en otras partes de España, coquinas) ligeramente salteadas y sin un solo grano de arena, que son lo más parecido a comer pipas (de mar, bien sûr), y ese pulpo seco que es santo y seña de la ciudad y que en algunas épocas del año puede verse secándose en el tejado del restaurante, extendido como una momia fantasmagórica al sol y la brisa marina. Con un golpe de brasa y un chorro de aceita de oliva virgen, un vicio, oiga.

Como plato principal no puede faltar un arroz. Aunque es cierto que la fideuá de esta casa también tiene cierto predicamento, quienes venimos de Madrid acabamos decantándonos por un arroz como es imposible encontrar en la Villa y Corte. El abanda es una buena opción pero el “arroz Faralló” es una opción mejor todavía, porque no deja de ser una tercera vía entre un abanda y un senyoret, con una gambita roja de tercera por persona y trozos de calamar y rape. Perfecto de punto, con el grano suelto, la cantidad justa de grasa (esto es, poca) y su imprescindible socarrat, no se le puede poner ni un solo pero. Bueno, uno sí: se acaba demasiado pronto.

Para terminar, volviendo al principio, además de brindar con gambas había que brindar con líquido. Y para ese brindis, nada mejor que un sauvignon blanc de la Comunidad Valenciana, el Impromptu, de las Bodegas Hispano+Suizas, de Utiel-Requena. Un sauvignon blanc que no se parece a ningún otro de los que se elaboran en España y que está por encima de casi todos ellos…

Después, un paseo, acaso un bañito, en ese paraíso submarino que son Las Rotes. Y a volver a la cruda realidad…