Artículo publicado en la revista Madriz  en 2010.

Música recomendada:  Down at the doctors (Dr. Feelgood)

Es norma de cortesía ancestral entre los árabes, cuando se trata de hablar algo importante y perentorio, no citarlo en la conversación; contrariamente, conviene demorarse de forma cool en jardines conversacionales amables y ajenos al tema… Si se está de acuerdo en todo, entonces el problema inicial, el “a lo que hemos venido”, se da tácitamente por solucionado.

Asturianos
Después de rastrillar una playa caribeña entera en busca de una pequeña felicidad extraviada, de polemizar sobre Carver en un autocar borracho (not me), de extasiarse ante las filigranas extremas de Audrey Hollander o de intentar desentrañar la malla molecular del champagne por la iterativa técnica de la experimentación con Alberto Fernández Bombín, no me queda ninguna duda de su grandeza gastronómica. No hace falta.

Sin embargo, su establecimiento, el aparentemente cutre Asturianos, es como ese after peligroso y obsceno que, camino a casa, nos arrastra a una decisión terminal… No, no va de hipérboles. Cuando uno ha fatigado tantas noches improbables en aquel comedor pequeño, ruidoso, absolutamente ahumado y vertiginosamente mágico en compañía de los freakies más afamados de la noctambulidad madrileña, de los cocineros más circunspectos (hasta llegar allí) y de las más eclécticas huestes de la gourmeteria internacional, no hay posibilidad de vuelta atrás. Asturianos se convierte en imperativo kantiano. Y entonces aparece Alberto, suma no euclidiana de overdosis de speed, icosaédrica cultura y maneras legionarias para disparar la noche a exasperantes entropías.

Partiendo de la sabiduría y la parsimonia tradicional de Doña Julia, Alberto y Belarmino han ido escorando hacia una cocina de “combinaciones inteligentes a base de producto”

Un tipo como Alberto, está claro, no podía tener un restaurante normal. Entonces Asturianos no es normal. Aunque el local ejerce como tal desde el siglo XIX y está en manos de los Fernández Bombín (Alberto, su hermano Belarmino y la madre de ambos, Doña Julia) desde hace 45 años, la insensata decisión fraternal de dejar, respectivamente, Económicas y Prótesis Dental para gastar barra desde el otro lado no podía llevar más que a la folie. Una vez Keynes y los implantes de titanio quedaron atrás, Alberto se graduó como sumiller (primera promoción homologada en España, en Marbella) y Belarmino como enólogo. Evidentemente, lo etílico tiraba. De ahí que hoy, los dos, posean una distribuidora de culto que se mueve con maravillosas locuras como Contador, el Equipo Navajo, los vinos más eléctricos del Douro… Y de ahí que, en aquel espacio tan poco chic, se puedan beber monumentos imposibles sólo dejando caer el dedo en alguna de las 300 referencias que informan la lista de vinos. De hecho, Asturianos debe ser el único bar del mundo donde te puedes meter una fabada con un Petrus.

Pero, ¿y la gastronomía? Volvemos a los árabes. No puede ser de otra manera. Partiendo de la sabiduría y la parsimonia tradicional de Doña Julia, Alberto y Belarmino han ido escorando hacia una cocina de “combinaciones inteligentes a base de producto”. Carpaccio de rape con erizos, berberechos en sartén con ajo y perejil, sardinas marinadas con tomate, setas salteadas o en carpaccio, habitas salteadas con morcilla, chuletas de conejo con boletus y salsa de nueces… Impecable. Grande. No obstante, ésta es sólo una pequeña parte. Heterodoxia rampante. Ataque de cuchara: pote, fabes con almejas, rabo de toro, verdinas (con pescado o marisco)… Guisotes: morcillo (uno de los hits de Doña Julia), carrillada, callos, cordero… Y al mediodía, menú por 11 €.

Un verdadero melting pot de sensaciones y galernas, Asturianos. Un lugar en que nada es lo que parece, con un servicio no apto para petimetres y donde la gloria es un laberinto de chispeantes bifurcaciones.

El Quinto Vino
Patata hervida, zanahoria, guisantes, ventresca de bonito y mahonesa Hellman’s. La alquimia desvelada: toque de nuez moscada. Y luego, al servir, más caña de Hellman’s. La ensaladilla rusa de El Quinto Vino, ojo. Todo un torpedo a la frivolidad y lo ilusorio de ciertas culinarias cuyo concepto es sólo la “representación”. Croquetas de jamón superlativas, macanudas, estupefaciente liaison de sutilezas y potencias hechas cada día por Doña Esperanza… Certidumbre de algo grande aguardando más allá.

Sí; El Quinto Vino, amigos. Una dulce celada gastronómica donde caer vencido es la más grande de las victorias. Luis Roldán. Tabernero. Pero de mirada amplia y contemporánea. OK, barriles, fotos por todos lados, casticismo atmosférico, vinos y vinos… Lo que vulgarmente se llama “un local con solera”. Y entonces el estallido de productos cuya selección imaginamos paranoica; el gran espectáculo de las cocciones suizas; el savoir faire arcano que consigue hacer de lo más gourmand y suculento una orgía metafísica; los vinos surgidos de dimensiones paralelas (esos riojas de los años 70…)…

El Quinto Vino también es un secreto. El que se oculta detrás de los aparentemente sólidos urinarios. ¿Cómo? Aquí, como en una peli de aventuras históricas, si uno se apoya en el resorte preciso, justo al lado del lavabo, una puerta se abre al mihrab de las maravillas

El Quinto Vino es una “orden” gastronómica donde cada detalle es un abismo de sensaciones. Desde la charla espontánea con el tipo de al lado –con esa sensación gratificante de compartir algo mistérico- hasta las yemas de espárragos que desafían la boca más entrenada en opulencias.

El Quinto Vino también es un secreto. El que se oculta detrás de los aparentemente sólidos urinarios. ¿Cómo? A vueltas con los speakeasies tan artificiosos, aquí, como en una peli de aventuras históricas, si uno se apoya en el resorte preciso, justo al lado del lavabo, una puerta se abre al mihrab de las maravillas. Una gran sala de luz velada repleta de vinos hasta el techo, con una gran mesa central y promesas de placeres ignotos. Aquí, o en el apretado comedor, o en la barra, se sueña con latas de mejillones que desafían las leyes físicas, con cristalinas tortillas de camarones, con delicadas alcachofas silvestres, con morbosas anchoas, con ortiguillas pornográficas… Y con el atún rojo en conserva flirteando con el pisto, y con la melodramática y temblorosa tortilla de patatas con callos, y con las manitas de cerdo en salsa, y con la carrillera al Palo Cortado… Y todo en torno resuena.

“Si es o no invención moderna,
Vive Dios que no lo sé,
Pero delicada fue
La invención de la taberna”.
Baltasar de Alcázar 

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