Perdida ya la cuenta del confinamiento, he aquí un comprensivo artículo sobre los orígenes de Kabuki y de su demiurgo, Ricardo. Corría el 2012…
Música recomendada: The morning side of love (Chico Hamilton)
Amar es buscar y ser buscado al mismo tiempo.
Mishima
Hay hombres que descendieron al centro de la tierra, se propulsaron a la Luna, lucharon contra piratas en el mar de la China, dispararon en el “far West”, fatigaron a caballo el Llano Estacado… Hombres que vivieron y sintieron y expresaron viajes que viajaron sólo con sus sueños.
Y hay un hombre que nos entregó un Japón también onírico. O un sueño que es un hombre que soñó otra España desde un Japón soñado.
Ricardo Sanz es el soñador.
Kabuki, el sueño convertido en vigilia.
Kabuki tiene una sugerente carta de cervezas, ejemplo que debería cundir, por cierto, en tantos y tantos restaurantes que repiten oropeles standard y olvidan ese placer directo… Kabuki es también un lugar donde todo es crudo (o casi), a veces vivo, un afilado ejercicio de “realgastronomik” absolutamente pasmoso aquí…
Kabuki es una esfera silente e ilusoria, flotando en una realidad de risas y tacones afilados que se va diluyendo con las incesantes sensaciones gastronómicas hasta desaparecer y trasladarnos a otra dimensión… Y todo empieza con esa ensalada de calamares con sésamo, con esa piña, ese melón, ese toque picante que nos aleja con suavidad de la trepidación urbana, del glamour circundante. Y ya estamos solos con lo extraordinario.
Solos con Ricardo delante. Nada importa ya si no es esa relación interactiva y mesmerizante, que atraviesa la barra proponiendo en cada servicio universos de extravagante placer, horizontes organolépticos nunca atisbados. Las tencas en tempura breve (se lanzan estos pescados, vivos, enharinados, al aceite hirviendo, justo unos segundos), nadando virtualmente de perfil en el plato junto a los rodaballitos, también verticales y veloces, en una metáfora de pecera “bolidista” entre naturalista y kitsch, lujo visual, refinamiento palatal… Comemos con la mano los lomos de las tencas, pura morbidez palpitante…
La cigala real (o la langosta menorquina) está viva: se le corta la cabeza y ahí está el cuerpo, tocado sólo con licor de arroz caliente, que se delira fresco, terso, sublime, mientras la cabeza se sigue agitando… Toque de ponzu. Después, sopa con la cabeza. Puro culto que se fue gestando con el “normal” avance desde lo crudo hasta lo vivo, la última etapa en Japón que Ricardo no podía obviar desde aquel día de luz en que descubrió que sus ojos eran de Vistillas pero su lengua de Tokio…. Cigalas, langostinos…
El rodaballo abierto por uno de los lomos y presentando su sashimi en vivo, boqueando en la mesa, con esa textura inexplicable de “rigor mortis” tan distinta…
“¡Se va del plato!”: “¡pues agárralo que es muy caro!” El rodaballo vivo en el plato, a la manera de Japón y Corea, llegado dos veces por semana de Galicia en un cofre con agua salada y un motor de oxígeno, abierto por uno de los lomos y presentando su sashimi en vivo, boqueando en la mesa, con esa textura inexplicable de “rigor mortis” tan distinta. Se corta el lomo sin tocar las entrañas, se filetea a contra veta y muy fino… Debajo, hielo; encima, una hoja para disimular el corte. La resultante: bocados de infinita sofisticación, de eterna concupiscencia.
El sashimi de salmonete, impecable y “mariscoso”, acompañado de un sushi de su piel tostada. Perfecta reconstrucción de un deseo.
El besuguito a la bilbaína en sashimi… Osar. Recrear. Textura milagrosa con toda la carga de la receta vasca…

El castillo interior de Ricardo o Kabuki desvelado
“La mejor forma de comer pescado es en crudo por su fundencia, su textura delicada, su sabor refinadísimo. Un pescado crudo es sublime, algo que jamás conseguiremos cocinándolo por muy bueno que esté”. Lo mejor no cuenta: sólo lo excelso.
“Yo hago cocina española”. En japonés. Aquí está el “turning point” de Ricardo. ¿Japo cañí? ¿Spanishushi? No. Cocina española. Cocina española pero buscando la esencia de los sabores de los productos (básicamente los marinos) a través de la mirada de otra cultura, la nipona, que los trata mejor que nosotros. En crudo, claro. “Pero el sabor siempre es español”.
Cuando Ricardo, hace años, probó por primera vez el pescado crudo, en Madrid, “se cayó del caballo”. Y se dijo: “¿por qué esto no le gusta a todo el mundo?” Atrás sólo quedaba la tierra calcinada. Delante, un mundo por descubrir desde el gusto español. Kabuki acababa de nacer aunque no lo supiera ni él.
Tataki de lubina con lentejas. El pescado en agua hirviendo e inmediatamente en agua helada para que contraiga. Plato de cuchara, substancialmente español aunque desde la “otra realidad” que habita en el cerebro de Ricardo. Elaboraciones mentales, abajo el barroquismo.
Cocido madrileño con grasa de atún. Ventresca sustituyendo al cerdo, raíces para dar el toque de tocino rancio… Los garbanzos, al dente terminal.
Sushi de tuétano. Sabor a cocido madrileño, hermano, no nos rendimos.
Potaje madrileño con hígado de rape (tratado como un “micuit”). Garbanzos, huevo duro, espinacas… Frío-caliente. Provocación.
Tasca, bareto, sí, porque ese es el origen culinario de Ricardo sólo tocado “camino a Damasco” por la primera –y definitiva- sensación gloriosa del pescado crudo…
Ricardo trabaja la cocina española mientras sueña con Japón. ¿Soy un hombre que sueña que es una mariposa o una mariposa que está soñando que es un hombre? Igual que aquel “bluesman” norteamericano que a principios de siglo XX estuvo viajando por Andalucía y, al volver a su Delta del Mississippi, introdujo algunos de aquellos acordes flamencos que tanto le fascinaron al blues…
Sashimi de mero negro del Mediterráneo con papa negra canaria y mojo de su hígado. Sabores insulares.
“Toro” con pan con tomate. El mejor bocata de atún del mundo. ¿Lo has probado para tu bocadillo de media mañana?
Torrezno con grasa de ventresca. Más canalla, más tabernario, imposible. Pero… Un arrebato de barra española frente a la adoración que le hace inclinar la cabeza a Ricardo cuando prepara el sashimi de “toro” con wasabi de montaña…
Tasca, bareto, sí, porque ese es el origen culinario de Ricardo sólo tocado “camino a Damasco” por la primera –y definitiva- sensación gloriosa del pescado crudo…
Huevos fritos de corral con papa canaria (con piel) y tuétano. ¡Extraordinaria taberna! Orgía “off the record”.
Bol de “toro” picante con arroz.
Piparras y espárragos verdes silvestres en tempura.
Desde luego, Ricardo Sanz hace cocina española.

Autopista al cielo
Suenan la voz de Johnny Hartman y el saxo de John Coltrane con inusitada claridad y brillantez en el luminoso loft de Ricardo. Ya hemos visitado, en el piso de arriba, la “habitación del pánico” -un cubículo-bodega lleno de botellas innombrables en el que encerrarse en caso de necesidad-, de donde hemos requisado suficiente champagne para no interrumpir la charla, al menos por un rato…
Atmósfera de jazz moroso y arte lleno de color. Abraham Lacalle, Micky Leal, Alberto Corazón, Eduardo Arroyo, Demo, Ange García, Javier Martín, Jaime de la Jara… Todos fans de Kabuki, todos interpretando Kabuki en grandes y delirantes telas que nos llenan la mirada…
Hablamos de la “caída del caballo camino a Damasco”. La historia tuvo lugar hace 18 años… “Un amigo me llevó a Tokio Taro, el primer restaurante japonés que pisé en mi vida…” Allí Ricardo probó el sushi y el sashimi variados: una esplendente luz destelló de repente, cegándolo momentáneamente… “Aquel primer bocado fue algo sublime”. Frescura imposible. “Así, sólo así, se debe comer el pescado”. Tras el flash, llegó el estupor. “¿Por qué esto es minoritario, si es lo máximo?” Ricardo no entendía como podía ser que aquello –la cocina japonesa- no tuviera el mismo éxito que un bar de tapas, que una marisquería.
Ya se le veían maneras nativas: pan con tomate con jamón ibérico, con ventresca de atún, con paté de bacalao ahumado… Pequeñas modernidades que hacían de aquella remota barra algo más que un sitio de paso
En aquellos momentos, Ricardo era el anónimo y humilde propietario de un pequeño bar de tapas al lado del Puente de los franceses –La Bombilla-, donde desde dos años antes (1982) se había ganado una discreta fama tanto como tirador de cerveza como de creador de raciones con donaire. Lo de la cerveza era gracias al veterano grifo de cobra Mahou que había rescatado de Casa Labra, lugar, por cierto, donde se fundó el PSOE; lo de la “creatividad tapera” era por la cara, aunque ya se le veían maneras nativas: pan con tomate (el actualmente conocido en Madrid como “pantumaca”, toda una osadía en aquella época descreída) con jamón ibérico, con ventresca de atún, con paté de bacalao ahumado… Pequeñas modernidades que hacían de aquella remota barra algo más que un sitio de paso. En realidad, La Bombilla incluso tuvo éxito. Fue en un momento delicado con sus socios del bar cuando tuvo la fortuna de ser llevado al Tokio Taro, lo que, ya sabemos, cambió su vida de una forma definitiva. Poco a poco, nuestro hombre fue creciendo la amistad con el propietario del restaurante japonés, uniéndose a sus fiestas, ayudando en la barra, cortando jamón… Y fue justamente su rara habilidad en el corte de la pata porcina la que propició que el maestro nipón le propusiera unirse a él. Buen momento para dejar de esnifar pegamento. Ricardo mosqueado con los socios del bar y a la vez la oportunidad impensada de matar el gusanillo culinario, puesto que previamente tuvo que abandonar sus estudios de cocina de forma intempestiva por cuestiones personales, razón por la que se vio obligado a montar un bar seminal con un préstamo de su madre.
Ricardo en el Tokio Taro. Tras dejar su establecimiento, allí se presentó Ricardo. No nómina, no contrato, no nada. El primer día de trabajo, al llegar, Ricardo dio los buenos días; nadie le respondió. Nunca más le respondieron. Ni agua. Él era el alumno que había ido a aprender del maestro. A la semana de trabajar allí, en silencio, sin ni un solo adjetivo, Ricardo vivió su primer “momento crucial Kabuki”: se equivocó en un corte en la barra y el “maestro” le pegó una colleja delante de todos los comensales. ¿Me voy o me quedo? Me quedo… Fueron tres años de pasarlo muy mal, trabajando incluso los domingos, hasta que se pidió unas vacaciones, se las negaron y… se fue.
Ricardo hacía el sushi estilo Tokio, con el arroz más suelto, con más sal, más sabroso que el sushi estilo Osaka…
Entonces montó con unos socios un catering japonés, claro. Los horarios todavía eran más salvajes que en Tokio Taro, el trabajo atroz. Al año, en la revista “Segunda mano”, decidió contestar un escueto anuncia que rezaba así: “se busca sushiman”. Al otro lado de la línea contestó José Antonio Aparicio, su actual socio. Aquel hombre, ingeniero, quería montar un restaurante “japo”, y el “feeling” entre ambos fue inmediato. A pesar de que Ricardo había desarrollado el síndrome de Estocolmo con el catering, la ilusión del proyecto y la pasta ofrecida (de 150.000 pesetas pasaba a 400.000 y encima siendo socio) lo acabaron de decidir. Justo entonces tuvo lugar el “segundo momento crucial Kabuki”, cuando, en una de las primeras pruebas de sushi con los socios, éstos lo rechazaron por demasiado salado. Ricardo se lo puso claro a José Antonio: “yo no me meto en los temas del negocio, tú no te metes en los temas de cocina”. Los dos se miraron por unos largos instantes. Y Aparicio comprendió. Efectivamente, Ricardo hacía el sushi estilo Tokio, con el arroz más suelto, con más sal, más sabroso que el sushi estilo Osaka… De ese momento nació una fuerte relación de amistad y respeto que sigue a día de hoy.
Y Kabuki
Año 2000 y abre Kabuki. En junio, por consejo de una bruja brasileña (um…). Al principio, naturalmente, Kabuki fue un restaurante japonés absolutamente standard y tradicional, de nivel medio en la percepción pública. Pero al mes ya estaba a reventar…
Ricardo, no obstante, estaba llamado a algo más que trabajar los pulgares con precisión. Su primer pensamiento, su primera “ruptura”, consistió en tocar con aceite de oliva arbequina y sal maldon los cortes de sashimi. ¡Caramba! Más realce, más sabor, más… España. El camino cuántico de Japón a la cocina española, o al revés, se había iniciado. De fusión, nada: formas niponas de esencialidad sápida como base de una cocina profundamente española. El sashimi con toque gustó. Mucho. Poco tiempo después, con una trufa blanca en la mano, la lamina sobre un carpaccio de pescado blanco, en mar y montaña. Ricardo lo vio claro: esa era la senda que andaba buscando sin saberlo; esa era la diferencia. Kabuki ya no sería nunca más un “japo” corriente. Segunda fase de personalización: gran carta de vinos (creada por Juancho), otra bravata en un “restaurante japonés”.
Las cosas se aceleran y Kabuki empieza a ser leyenda en Madrid y más allá… Ricardo no cesa de imaginar. “Yo creo durante el servicio, en la mesa de trabajo, con el cuchillo en la mano”.
Lanzado, sin “jockey”, crea el rabo de toro con salsa teriyaki, acompaña el helado de té con tiramisú… Ricardo va suelto y entiende que en la pugna que mantiene con él mismo debe vencer España: pez limón con papa arrugada y mojo; pescado blanco con coco y dátil; mero en adobo al estilo de Cádiz, ventresca (“toro”) con pan con tomate; bocadillo de calamar (en crudo), tempura de ortiguillas…
Más madera cuando un cliente le habla del pez mantequilla. Lo consigue y lo convierte en sushi con trufa blanca, huevo frito y hamburguesa. Ricardo ya lee por un tubo, viaja, se mueve, aprende. Maki de huitlacoche con queso de Arzúa. Empanadilla “gyoza” elaborada con flor de calabacín al vapor en vez de con masa.
Las cosas se aceleran y Kabuki empieza a ser leyenda en Madrid y más allá… Ricardo no cesa de imaginar.
“Yo creo durante el servicio, en la mesa de trabajo, con el cuchillo en la mano”.
Del culto al pequeño Perón al gran restaurante de Velázquez
Evolución lógica. El gran restaurante ya reventaba en Kabuki y entonces fue Kabuki Wellington. Rollo elitista que, ahora, ya ha devenido “casa” para todos los fans. La misma línea, sí, pero lanzada a un concepto que se quiere parecer más a Ferran, a Roca o Aduriz que a un japo. ¡No hemos dicho ya que esto es cocina española! Lógicamente, desde el heterodoxo estilo “Ricardo”.
La mirada de Ricardo fue siempre limpia –no viajó a Japón hasta después de muchos años de Kabuki, en 2006, lo que solidifica su pertenencia a España aunque desde una verdadera ilusión “Karl May”-, y por esto es como es, libre. Acaso, si hubiera acabado sus estudios, si todo hubiera ido “bien”, ahora sería un tipo standard, aburrido, regentando un local al uso. Aunque…
a los siete años Ricardo ya preparaba los bocatas para sus amigos del cole. Nada es casualidad: durante los campamentos de verano en Asturias, mientras todos se iban a jugar él se escondía para ir a las sidrerías cercanas a ver las barras repletas de tapas
Volvemos a cuando tuvo que dejar los estudios de cocina, en la Escuela del Lago. Antes de aquel bar en el Puente de los Franceses, en el momento en que en su vida hubo un cierto “crash”, Ricardo se las vio con una hamburguesería en la plaza San Pol de Mar por cojones. Tortilla de ajos tiernos… Pura supervivencia, hermanos, cocina casera y humilde pero (ahí está el anterior “aunque”) bien hecha. A tal punto que la cosa prosperó y ya se hizo con la mencionada cervecería La Bombilla. Sin embargo, bien hecho. Aclaremos: a los siete años Ricardo ya preparaba los bocatas para sus amigos del cole, ¿OK? Nada es casualidad: durante los campamentos de verano en Asturias, mientras todos se iban a jugar él se escondía para ir a las sidrerías cercanas a ver aquellas barras repletas de tapas, aquellos chorros amarillos escanciados milagrosamente…
Ricardo, un “gato” que “no se vende barato”, lo llevaba dentro. Y tiró millas y viajó a Oriente sin ni tan siquiera salir de Madrid. Ni falta le hacía para hacer de su mente profundamente madrileña una metáfora exótica inédita. Dice el gran Enrique Vila-Matas que “ama a quien dice haber estado en lugares a los que nunca ha ido”. Lo suscribo con jovialidad: jamás la Malasia geográfica será, para mí, mejor que la de Salgari. Siempre amamos a los fabuladores que nos proyectan un mundo maravilloso aunque no sea “auténtico” (¿no lo es?), como amamos a los borrachos y a las mujeres peligrosas…

Somos de la cerveza y de…
En la nevera de Ricardo hay una cerveza trapista blanca que vale 20 pavos. En el plasma conectado al equipo se suceden en trepidación sónica Cream, Ramones, Hank Williams, Elvis Presley, David Bowie, Led Zeppelin, Muddy Waters… Entendemos en la vorágine que Ricardo es “uno de los nuestros” (ya lo comprendí la primera vez que lo traté, coche, madrugada, y el autorradio compartido con pasión).
Escalinatas, Chus, los trípodes, Barquillo, mi Panamá… Y es la cervecería Oldenburg, lugar único en el mundo por ser el local que más cervezas tiene por metro cuadrado (record Guinness). Desde 1986, año de su fundación, aquí no se ha vendido nada que no sea cerveza de importación (excepto la Damm Inedit, creada por El Bulli y que “me recuerda a la Blanche e Namur”, adjetiva José Luis Ramírez, propietario del lugar y maestro cervecero). Este hombre criado en Suiza y de fuerte aroma belga es quien ha creado la carta de birras del Kabuki. Y ahora lo entendemos todo, ¿no? Las geometrías que coinciden. Esas cañas estelares en La Bombilla… José Luis empezó con tres grifos y 10 botellas y ahora tiene 11 barriles y 300 botellines distintos de todo el orbe. La “folie” en una esquina, ¿verdad, Federico?. Te Deum tostada (ésta es la que hace el propio José Luis en Bélgica); Boerinneken rubia turbia, de Amberes; Corsendonk de abadía Agnus Dei, rubia. Tío, me cago en la puta Heineken que me estoy metiendo ahora mismo mientras escribo. ¿Sabes? Para hacer la carta de Kabuki se probaron más de 40 cervezas. Callos con chorizo y morcilla (atención de la mujer de José Luis). Una Deus, cerveza belga elaborada en la Champagne y envejecida en sus barricas. Trapista “brune” de 10 grados: el Vega Sicilia de las birras.
Estamos ya en Kabuki, vibrando en el “backstage” con una botella de champagne que le hemos hurtado a la cámara… La “mise en place”, dedos brillantes de crustáceos, de pez mantequilla…
Son las cuatro de la tarde y la espuma acumulada en el labio superior nos impide respirar. ¿Asiana Next Door? Vale. Ostra con ponzu; rollito vietnamita con langostino y mango; “kimchi” de zamburiñas; mejillones thai con guindillas; tiradito de bonito, corvina y pulpo con salsa nikkei, ají amarillo y alioli de cilantro; «satai” balinés con espuma de coco-lima y curry verde; “Hong Kong pork pancake” (hamburguesa-mollete con chicharrón y foie gras); “nikuman” relleno de burrata y trufa negra con cebollino y guindilla japonesa; “spring roll” vietnamita de cerdo y gambas con salsa “nem”; “dumplings” de gamba con salsa XO; “momo” nepalí con cerdo; ravioli de rabo de toro con trufa negra; curry de carrillera y cordero… No sé por qué, pero siento a Estanis cerca de mí…
Estamos ya en Kabuki, vibrando en el “backstage” con una botella de champagne que le hemos hurtado a la cámara… La “mise en place”, dedos brillantes de crustáceos, de pez mantequilla… Nos cargamos la instalación eléctrica de las cámaras por unos segundos culpa de los flashes… Pero ya arde Kabuki en sábado noche…

La mañana en que casi caímos en la felicidad…
Ya sabes, cuando la luz entra y toca la madera de esta suerte tan especial… El calor denso y silencioso que se cuela por las ventanas desde el jardín de abajo nos envuelve en un paraíso artificial y todo empieza a girar y girar… Chus brilla de mañana recién estrenada y Ricardo pone magia con champagne y Chus prepara pan con mantequilla que “topearemos” con caviar de “la fiesta del otro día” y Clark Terry y Chico O’Farrel le cantan al arroz español y Chico Hamilton nos trastorna y no nos queremos ir de aquí, no nos queremos ir de Madrid, no…
Ya nos estamos yendo y todavía tenemos pegada en la piel la conversación arrebatada con Paco Ron (templo de “rock y chuletas”) y su salpicón de bogavante y sus callos con huevos fritos y patatas fritas…
Y el tren aguarda como una condena en Atocha…