Séptimo día de confinamiento en La Guancha (norte de Tenerife, bajo el Teide). Afuera el sol brilla con alegría mofándose de las nubes que se arremolinan en el Teide…  Y este cuento mío que espero no profetice la salida de la crisis…

La Guancha. Viernes, 20 de marzo de 2020
Música recomendada: Those lonely, lonely nights (Dr. John)

Miró, a través de la ventana, otra vez hacia la flamante piscina. Todavía le parecía mentira: allí, en su jardín, una piscina llena de agua. Mientras oía con lejano eco las risas y los chapoteos de su mujer y los niños bañándose, se vio otra vez en medio del enfurecido mar nocturno.
Le palpitaron las sienes. Había ocurrido cuando tan sólo tenía siete años, pero la pesadilla jamás le había abandonado. Fue durante un crucero en yate, con sus padres. Lo recordaba demasiado bien. Con extraña perfección, como en cámara lenta. La caída, el vértigo, la mole del barco girando por encima de él. El frío terrible del agua. La soledad eterna en mitad del caos de las olas. Afortunadamente alguien le vio caer y, tras unos minutos de eterno terror, fue rescatado milagrosamente. Pero ya nunca había podido borrar de su mente aquella tremenda sensación.
Desde entonces, sufría pavor al agua. Habían pasado 30 años y el mal sueño no había desaparecido. De casi nada habían servido psiquiatras, psicólogos, médicos. Todo había sido en vano. Nunca más se había metido en el agua. En el mar. Ni en una piscina. Pero al final había tenido que ceder a lo inevitable. Ciertamente, no tenía derecho a que su familia se viera privada de la deseada piscina. Había sido una decisión difícil. Dura. Pero lo más curioso del caso es que, una vez se decidido a construirla, todo había sido muy fácil. Raramente fácil. Una atractiva publicidad y un teléfono en el buzón. Llamó y, al día siguiente, ya habían empezado los trabajos. Al principio no sintió nada; pero cuando, por fin, se llenó el hueco de agua, volvió a vivir la opresión. Ni tan siquiera había podido acercarse aún a la piscina. Y, sin embargo, allí estaba. Supo que tendría que tomar una decisión o se volvería loco.

Esa noche, cuando ya todos estaban durmiendo, bajó sigilosamente al jardín con una angustiosa determinación. Allí estaba la piscina, fascinadoramente iluminada. El pato flotador de su hijo pequeño inmóvil en el centro del agua. Con horror contenido, se acercó a su borde. Tenía que hacerlo, se repitió. Lentamente, se despojó de la camiseta que llevaba. Y ya no lo pensó dos veces. Se lanzó furiosamente contra el agua. Sintió de nuevo aquel antiguo frío, aquel mismo amargor en la boca. Con los ojos obstinadamente cerrados y una salvaje sensación de hiperrealidad se impulsó hacia arriba.

Volvió a respirar el aire de la noche. Abrió los ojos con temor. Y se encontró de nuevo en medio del embravecido mar, en la oscuridad del océano. Ni tan siquiera pudo agarrar el patito hinchable, violentamente sacudido por las enormes olas, antes de desaparecer en la negrura abisal.

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