Decimoquinto día de confinamiento bajo el Teide (nevado). Este inquietante cuento me lo inspiró el científico Douglas Hofstadter, que hace años publicó unas turbadoras cartas que le habían llegado referidas a la resolución material de la mal llamada paradoja de Banach-Tarski (porque es matemáticamente real) por parte de alguien que nunca se supo…

La Guancha. Sábado, 28 de marzo de 2020
Música recomendada: Radioactivity (Kraftwerk)

La primera vez que oí hablar de la paradoja de Banach-Tarski fue en un bar. En la barra de un bar. Me la contó, de forma extrañamente apasionada, uno de esos colegas que se hacen en la noche. Aunque yo no lo había sabido hasta entonces, aquel chico que a menudo agotaba las madrugadas conmigo había estudiado ciencias exactas, y, a pesar de que no ejercía, me confesó que su verdadera pasión eran las matemáticas. La paradoja de Banach-Tarski, me explicó, llamada así en recuerdo de los dos matemáticos que la descubrieron en los años veinte, asegura que, con ciertos cortes complejos, es posible descomponer en piezas un sólido ideal, piezas que vueltas a ensamblar componen dos nuevos sólidos consiguiendo así doblar el tamaño original.

Recuerdo que, aquella noche, bebíamos rápido. Íbamos a cuatro copas por hora. Acaso por ello me interesé por su historia. O quizás para seguir deleitándome con la rubia que le acompañaba. No sé. La cuestión es que mi curiosidad siguió creciendo a medida que avanzábamos en el tema. Al parecer, la paradoja se basaba en resultados matemáticos reales. De hecho, existen varias demostraciones de la misma. “Es como las piezas del tangram chino”, me comentó ya a las tantas, “con las que se puede construir un rectángulo de determinados centímetros cuadrados y, recompuesta, de los mismos más uno. Pruébalo”. Recuerdo que acabamos la fiesta charlando de la posibilidad de usar la paradoja para conseguir crear el doble de oro a partir de una cantidad menor dada. Hasta contemplamos la posibilidad de que hubiéramos dado con la mítica piedra filosofal.

La siguiente noche que coincidimos, estaba bastante más excitado. Me aseguró que había desarrollado un programa de ordenador con algoritmos que le permitirían diseñar la forma de cortar los sólidos para que, una vez pegados de nuevo, diesen el doble en tamaño y peso.

No volví a verle, curiosamente, hasta pasados unos meses. Estaba descompuesto, delgado, pálido y enfebrecido. “He logrado perfeccionar el programa”, farfulló, “y funciona… Voy a crear materia de la nada.” Se tomó una copa rápida y, a pesar de mis súplicas para que me contara más, desapareció en la oscuridad de la calle.

No he sabido nada más de él. O quizás sí. En estos últimos tres meses, el precio del oro ha caído en picado.

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