Quinto día de confinamiento en La Guancha (norte de Tenerife, bajo el Teide). Hoy el sol parece más hospitalario a pesar de la pegajosa promiscuidad de las nubes bajas. Un buen día para leer esta metáfora del encierro que escribí hace unos años…
La Guancha. Miércoles, 18 de marzo de 2020
Música recomendada: Let’s stick together (Bryan Ferry)
Estaba a punto de entrar en el portal de su casa cuando sintió un extraño cosquilleo en la nuca. Se giró, pensando que había alguien observándolo por detrás, pero no, la calle estaba vacía. Y oscura. Debía ser el propio cansancio tras un largo día de trabajo. Mecánicamente, puso la mano en el bolsillo de su pantalón en busca de su llavero cuando algo le llamó la atención más allá del rabillo de su ojo.
Una luz mortecina, al otro lado de la calle. Ahí no había nada. Volvió a girar su cabeza para cerciorarse. Y, en efecto, allí estaba la luz. Surgía de un viejo local que… que siempre había recordado cerrado. ¡Qué extraño! Puso la llave en la cerradura pero, a pesar de sus ganas de llegar a la cama, su mirada se desvió de nuevo hacia el otro lado. Parecía que la tienda estaba todavía abierta. Volvió a guardar las llaves y atravesó la calle en dirección a la luz. Efectivamente, la tienda estaba abierta. Era un anticuario. Inexplicable. Llevaba 20 años viviendo en aquel barrio y jamás se había dado cuenta de que allí había un anticuario. No; realmente es que allí nunca había habido una tienda abierta. Sea como fuere, entró: más que un anticuario, aquello parecía el almacén de un trapero. A los pocos segundos, mientras sus ojos resbalaban por muebles viejos, cuadros polvorientos y candelabros anacrónicos, apareció un viejo sonriente y solícito. No, no quería comprar nada, sólo había entrado por curiosidad. ¿Cuándo había abierto? Sin responder claramente, el viejo le llevó hacia un viejo aparador de cristal. Dentro había, entre diversos objetos de adorno, una vieja bola de agua de esas que se agitan y crean afecto de nieve. La miró fijamente. Sintió una rara sensación en el estómago. Dentro de la bola se escenificaba una habitación, exactamente igual que la suya. Cerró los ojos y volvió a mirar. Exactamente igual que la suya.
Ya en su casa, metido en la cama, observó con atención la bola. ¡Qué singular! La agitó y los pequeñitos copos de nieve llenaron morosamente la esfera, cayendo lentamente sobre los diminutos muebles. Otra cosa que no entendía: no había agujero por dónde meter el agua. ¿Cómo lo habrían hecho? Desde luego, era una verdadera obra de arte. La depositó en su mesilla de noche y se durmió.
Se despertó, violentamente, de madrugada. Todo se movía. Intentó salir de la cama sin conseguirlo. Y, de repente, empezó a nevar en la habitación.