Noveno día de confinamiento bajo el Teide. Dulce nostalgia dominical para este cuento mío que, una vez más, demuestra el bizarro poder de nuestras mentes…

La Guancha. Domingo, 22 de marzo de 2020
Música recomendada: Spinning wheel (Blood, Sweat & Tears)

Hacía frío, aquel día de principios de noviembre. Rosa sonrió al verle entrar por la puerta de la oficina, con el paso casino de siempre y la esperanza chispeando morosamente en sus ojos. “A ver si hoy hay suerte”, pensó él. Sí, quizás esta vez habría suerte. Se acercó a la ventanilla de Rosa mientras se le iban acelerando suavemente las pulsaciones. Tras la conversación banal de siempre, sin embargo, la realidad le devolvió al abatimiento. No, no había nada para él. En su cabeza ya no había lugar para la desesperación; estaba por encima de ella. Además, Rosa, eso le constaba, hacía todo lo que podía. Le gustaba Rosa. Pero qué podía hacer un hombre en paro de larga duración. Nada. Nunca se había atrevido a insinuarse. ¿Qué le hubiese podido proponer? Arrastrando los pies y con el corazón al ralentí, cruzó de nuevo la puerta de la oficina del INEM. Como cada día, se dirigió a la placita para descansar en su banco favorito. Un largo día sin nada que hacer ni sitio donde ir. Bebió agua de la fuente pública y se desparramó en el banco.

Rosa lo sorprendió al mediodía dormitando todavía en el banco. Era la primera vez que se encontraban fuera de la oficina. Sin saber cómo, se vio almorzando con ella en una casa de comidas cercana. Y no fue una invitación piadosa. Por la noche se encontraron de nuevo en casa de ella. Al día siguiente, el padre de Rosa le ofreció un trabajo en su almacén. No era mucho, pero a los tres meses su vida había cambiado. Su relación con Rosa iba viento en popa, tanto que antes de un año ya se habían casado. Él seguía progresando en el almacén, lo que les permitió meterse en la hipoteca de un pisito. A los tres años nació su primer hijo. A los cinco completaron la pareja. Cuando murió el padre de Rosa, se hizo cargo del almacén, y en poco tiempo, con mucho trabajo y la ayuda de ella, el negocio prosperó y se expandió.

Habían pasado 40 años desde aquella mañana de noviembre. El día que los dos celebraban como aniversario. Decidió, antes de ir a su despacho, pasarse por el centro y comprarle algo a Rosa. En el camino, se demoró para revisitar la oficina del INEM y la placita una vez más, como tantas veces había hecho en los últimos años. Esta vez, sin embargo, quiso sentir la vieja sensación del banco. Aparcó el coche, se acercó a la fuente, bebió un sorbo de agua y se sentó en el banco.

Aunque el sol del mediodía brillaba en el cielo, hacía frío aquel día de principios de noviembre. Al salir de la oficina para dirigirse al bar de al lado, Rosa observó una delgada figura tirada en el banco de la placita de en frente. “Debe ser él”, pensó. “¿Y si le invitase a comer?”, se dijo mientras se inundaba de una rara sensación. Se acercó al banco casi con precipitación, pero fue demasiado tarde. No hubo manera de despertarle. Había muerto con la sonrisa de siempre en el rostro.

La autopsia resultó sorprendente: había fallecido de muerte natural. De viejo.

Write A Comment