Decimonoveno día de confinamiento bajo el Teide (ya poco nevado). Y, hoy, una pavorosa reflexión fabulada sobre los peligros del autismo electrónico sin control…
La Guancha. Miércoles, 1 de abril de 2020
Música recomendada: Negativland (Neu!)
El niño había salido un pelín rarito, es cierto. Pero sus padres, la típica pareja de adictos al trabajo, con dos puestos corporativos de responsabilidad, dos sueldos de altos ejecutivos y poco tiempo para perder en asuntos familiares, tampoco ayudaron. Y, claro, el niño, en manos de canguros muy pijas pero poco interesadas en su educación, fue pasando sus primeros años en la soledad de su habitación, eso sí, siempre llena de los más vanguardistas y complejos juguetes electrónicos traídos de las mejores tiendas de Londres y Nueva York.
A los tres años y medio el chavalín ya era todo un fiera con la electrónica. Quiero decir que, poco a poco, despanzurrando robots, móviles, consolas, drones y ordenadores sencillos, el crío había empezado a armar nuevas estructuras que completaba con diversas piezas de juegos de construcción y elementos que pillaba por la casa. Sus padres empezaron a desesperarse, no sólo por lo poco que duraban los trastos en las manos del chaval, sino por el auténtico cementerio industrial en que había convertido su armario, lleno de restos inservibles de las entrañas de los juguetes que transformaba.
La simple desesperación doméstica, sin embargo, dio paso, un año más tarde, a una creciente preocupación por el futuro mental de su retoño. En el colegio, no avanzaba. Y su lenguaje, poco a poco, fue tornándose una extraña jerga que, al parecer, había ido inventando durante sus excéntricos juegos de ingeniería lúdica. El dichoso niñito siempre estaba en las nubes. Las visitas periódicas a un psicólogo de pago no mejoraron la cosa. “El niño tiene un mundo interior muy intrincado, muy incongruente… no llego a desentrañarlo”, había concluido el buen doctor.
A principios del quinto año la cosa llegó a extremos alarmantes. El criajo hablaba solo, se pasaba todo el tiempo con sus artefactos y su exótica jerigonza ya no recordaba a ninguno de los idiomas clásicos.
Y un día sucedió lo inevitable: su padre, alarmado por los gritos provenientes de la habitación de juegos, se levantó del sillón de diseño, corrió con disgusto el pasillo, abrió la puerta y… Sólo tuvo tiempo de articular un grito cuando vio a su hijo desvanecerse, frente a una inexplicable construcción rematada por una especie de antena parabólica de pega, en mitad de una vertiginosa vibración del espacio-tiempo.