Trigésimo cuarto día de confinamiento bajo el Teide. Hoy rescato un poderoso reportaje que hice en El Valle de la Muerte (California), de LA a Las Vegas, en 1980, para la revista Primera Línea (Grupo Zeta). Un on the road salvaje…
La Guancha. Viernes, 17 de abril de 2020
Música recomendada: Free bird (Lynyrd Skynyrd)
Artículo publicado en Primera Línea en 1980.
Hay veces en que el único camino para encontrar la libertad está en la búsqueda salvaje de la línea del horizonte. El medio, 3000 centímetros cúbicos distribuidos en seis rugientes y furiosos cilindros.
Harto del glamour y la promiscuidad furtiva de las grandes ciudades, dejé Los Angeles para mezclarme con el caliente asfalto de la carretera, como hiciera hace años Jack Kerouac. Mi destino, más allá del desierto de Mojave, la lightline de Las Vegas. En medio, el infierno incierto del Valle de la Muerte. Mi única obsesión, pisar a fondo.
De repente, sin ningún proceso de reflexión previo, un hombre se da cuenta de que necesita algo más que su vieja habitación cargada de recuerdos efímeros bajo el gastado colchón. Algo más, incluso, que este constante ir y venir por el mundo conociendo todas las puertas de atrás de los hoteles más infames. Tras quince días viviendo el lustre perverso y enigmático de Los Angeles, no tuve ninguna duda. Demasiadas habitaciones vacías en los últimos meses. Demasiadas ciudades. Demasiados secretos mal guardados. Demasiadas decepciones. Thelma y Louise, filme que entreví en una de estas borracheras absurdas a 11.000 pies de altura, me recordó una de las películas a las que más culto rendí a finales de los setentas: Punto límite cero, una road movie brutal, ultrajante. Sentí ansias de libertad. Los viejos Canned Heat me lo pusieron más fácil aun en un alejado club de Santa Monica cuando liquidaron su actuación con el legendario On the road again. Pensé que podía morir sin conocer la libertad que ofrece, recta y lejana, la carretera que conduce de Los Angeles a Las Vegas, pasando, claro, por el Valle de la Muerte, fantástica tumba de los legendarios 49’ers. Era tiempo de partir.
El sol luce, un tanto desvaído, en el aún desierto Sunset Boulevard. Todavía queda en el aire el aura salvaje del cruising de fin de semana. Unos travestis charlan cansinamente y fuman en la puerta de un burger desierto…
Los Angeles, 07.16 A.M.
El radio-despertador del Sunset Motel me despierta con las guitarras sucias de Nirvana. La cama, que comparto con una melena rubia descolorida sin cara no huele precisamente a un espíritu teenager. Agarrotado por la mezcla de alcohol y cristal que me metí la noche anterior en Arena, me levanto como puedo. Al lado, ni un solo movimiento. Entre el estruendo de la radio, oigo unos golpes en la puerta. Es Juan, el fotógrafo, que no ha fallado con el despertador. O.K., tío. Quedamos en cinco minutos en el bar. Nos prometieron, por 35 dólares, leche y donuts a gogo. ¿Pagué ayer por la mujer que ahora me horroriza en el otro lado del lecho? Ni después de la ducha puedo recordarlo con exactitud. Sea como fuere, recojo, lleno las bolsas, me enfundo las botas de búfalo –¿sabes que en los States ya se están comercializando las hamburguesas de búfalo?–, un T-shirt con el inequívoco mensaje de “Fuck” que me parece la más apropiada, los gastados jeans negros y mi abrigo con cuello de piel de víbora. Dejo la habitación, aun caliente de un sexo que, sin embargo, ya está olvidado, y me presento en el bar. En el motel todavía se huele esta mezcla extraña pero demasiado familiar de sudor presuroso y perfume francés usado con demasiada generosidad. Café. En mi ciudad, a miles de kilómetros de distancia, una mujer está empacando mis cosas. Fue bonito mientras duró, creo que dijo. O algo así. Necesito carretera. El sol luce, un tanto desvaído, en el aun desierto Sunset Boulevard. Todavía queda en el aire el aura salvaje del cruising de fin de semana. Unos travestis charlan cansinamente y fuman en la puerta de un burger desierto. Entramos en el coche. Es un convertible de seis cilindros, 3000 centímetros cúbicos y un potente radio casette. El sol, finalmente, le va a ganar la partida al smog. Sintonizo Pirate Radio, la emisora del “non stop rock and roll”. Lynyrd Skynyrd empiezan a llenar el ambiente del coche con su “Free bird”. El viaje no puede comenzar mejor. Por una vez, creo que sí escogí el mejor momento para dejar de esnifar pegamento. El primer cigarrillo del día. Con el coche descapotado al cielo de Los Angeles, giro por la Western y entro en la freeway. Ya estamos en camino. Juan aun duerme.
Freeway 101, 08.30 A.M.
El aire es fresco pero el sol cae ya con cierta fuerza sobre el rojo tapizado del carro, que propulso, mientras Juan va despertando de una noche demasiado movida, a 90 millas por hora. Si me cruzo con la policía, pringaré. Las ciudades de Los Angeles van pasando, veloces, mientras el perfil polucionado del skyline del Downtown se desdibuja en el retrovisor. Los Angeles es una metrópolis eterna en el espacio: L.A., San Gabriel, El Monte, West Covina, Pomona… Gary Moore atrona desde los bafles. “Veo tu cara en las nubes, chica”. No hay nubes en el cielo. Solo unos cirros hiperrealistas se trazan en el horizonte, poblado todavía de material urbano. Anoche soñé que lo hacía con ella encima de la mesa de un billar, mientras los clientes del bar apostaban en extrañas máquinas. Creo que la apuesta era yo. Pero ella ya no está, o está con otro, y mi apuesta es contra el asfalto. Entramos en la 10, que pronto, en su empalme con la 15 Norte, nos adentrará en el dilatado desierto de Mojave, previo pase por el parque de San Bernardino. Juan compara la soledad que empieza a adueñarse del paisaje que bordea la carretera con la que sintió con su primera mujer en una playa del norte de Argentina. “Íbamos desnudos todo el día”, recuerda con mirada ensoñadora. Debe ser el calor, que ya es sofocante.
Summit Inn, 10.30 A.M.
Hemos dejado atrás unos carteles que indican Las vegas, 216 millas, y hemos salido de la highway para tomar el primer café en ruta. Summit Inn. Los anuncios de neón proclaman el mejor hillbilly burger –con pan de ajo y patatas–, pero Juan y yo nos decidimos por un café aguado y una jodida Budweiser. Hay que empezar a darse marcha. La carretera se exhibe, con espejismos de calor al fondo, demasiado larga. Volvemos al coche. A los lados de la carretera el desierto ya no nos abandona. Sólo algunos coches abandonados y pequeños núcleos de motorhouses brillantes salpican de color el escenario de desolación infinita que se extiende a norte y sur. Son los restos polvorientos de libertades y destinos ya olvidados. ¿Cómo se debían sentir los primeros en atravesar el mortal desierto de Mojave? Muchos murieron en el intento. Ahora, sin embargo, los postes de auxilio, cada milla, aseguran al viajero una asistencia inmediata en caso de fallo o accidente. Es curioso, nadie hace auto stop. La 15 Norte pertenece a los coches. Mis pensamientos, como la propia carretera, se pierden en un horizonte vibrante por las volutas de calor, que se levantan del asfalto recalentado por un sol que no entiende de sentimientos. El sol y el desierto son los grandes niveladores. Hacen que el tiempo se detenga en tu coco. ¿Qué importancia puede tener el hijo de puta que está intentando joderte en el trabajo hablando mal de ti para conseguir la limosna de un ascenso ridículo? ¿Qué importa que una mujer desaparezca con un botín de recuerdos compartidos? El futuro está aquí mismo, más allá de la próxima loma. Acelero. Acelero más. Juan ni se inmuta. “Tengo una mujer, ahora mismo, ocupando mi cama, y no sé si estará allí cuando regrese”, comenta desganadamente.

Roy Rogers Museum, Mojave Drive, 13.15 P.M.
Veo un fortín, como el de los viejos westerns, a la izquierda de la carretera. Freno con precipitación y salgo de la highway. ¿Qué será?, nos preguntamos. Vamos detrás de un gigantesco truck-cisterna totalmente metalizado. Juan, alucinado, se sienta en el respaldo del asiento y empieza a tirar fotos. Hasta que paramos en la estación de servicio de Mojave Drive. Juan sigue con las fotos. El conductor se acerca a mí. Me dice que es una lástima que veamos el camión así. “Hace una semana, no, diez días que no lo limpio”. ¡Tío, esto es una locura, el jodido camión es lo más brillante que he visto en mi vida! Nos metemos por un camino de tierra que parece nos va a llevar directamente, a través de los cactus, al sorprendente fortín. ¡Es el museo de Roy Rogers! No me lo puedo ni creer, por fin podré ver en directo el color de las camisas del que fue, sin duda, el último cowboy. Y sus sillas de montar. Y… Pagamos los 8 dólares de la entrada junto a una pareja de viejos que parecen surgidos de una comedia de los cincuentas. Este museo está más allá del kitsch: sus fotos –sus hijos aprendiendo a caminar, su mujer montando a caballo, recibiendo regalos de actores famosos, sus hijos ya mayores–, sus relojes, sus famosos caballos disecados, sus objetos de uso personal, su soberbia y desproporcionada colección de botas de fantasía, sus camisas –¡qué colores!–, su increíble colección de armas de fuego –con pistolas de colores y un winchester regalado por Clark Gable–, sus trofeos de caza, sus sillas de montar de plástico… Roy Rogers no perdió el tiempo en su vida. Y, al final, su coche. Lo veo y no lo creo. Es un Cadillac con el interior completamente repujado en cuero y decorado con la más brillante e insólita colección de armas jamás vista. Las manecillas de las puertas, los embellecedores, los mandos del salpicadero… todo, hecho con colts a tamaño. Para abrir el capo, un rifle de repetición. Es el resumen de una vida plena. Quizás, pienso mientras observo las horteradas que venden en la tienda de souvenirs, todo en la vida se trate de montar un personaje y meterse en la película. Quizás no hay nada más adelante para descubrir. Quizás todo lo que debamos descubrir esté en nuestro interior. Quizás…
Lenwood, 14.05 P.M.
El desierto de Mojave ofrece, aparte el Museo, poca cosa al roadrunner. Velocidad, aire caliente y una vaga promesa de libertad más allá de la última y rara curva. Seguimos en un entorno de matorrales, rocas calcinadas y sol cegador. Y llegamos a Lenwood, un cruce de caminos ocupado por todas las cadenas de hamburgueserías americanas y un par de gasolineras. Es tiempo de comer. Entramos en uno de los locales y ordenamos hamburguesas y chile. La camarera, una treintañera poco agraciada pero muy simpática, me pregunta si mi abrigo es de lagarto. De serpiente, de serpiente. Me dice que si se lo vendo. No, contesto, me gusta la víbora. Yo soy un poco serpiente, acabo por espetarle. Noto que me sigue mirando. Pagamos y nos vamos.
Calico Ghost Town, 16.00 P.M.
Esta ciudad fantasma prefabricada encima de la auténtica es el único lugar que, previamente al viaje, nos han dicho que debemos visitar. El desvío, polvoriento, nos conduce hacia unas montañas rojizas donde un cartel pintado en blanco sobre las rocas anuncia la ubicación del lugar. Se trata de una antigua ciudad minera abandonada hace unos 100 años. Pero, maldición, un millonario de pocas luces se dedicó a reconstruir la vieja ciudad. Todo huele a nuevo. A plástico y maderas recién cortadas. A souvenirs manufacturados en Hong Kong. Hasta las piedras son nuevas. Y hemos pagado 10 dólares por la broma. Regresamos, mosqueados, a la carretera. Los Estados Unidos han creado una nueva realidad cuyo paradigma es Disneylandia. Los auténtico no es lo auténtico; lo auténtico es lo que parece que es auténtico. La realidad se debe parecer a nuestros sueños, fabricados en las factorías de Hollywood. La hierba debe ser más verde que la natural, los animales, de cartón piedra, y las ciudades fantasmas, limpias, relucientes y bien señalizadas. Si no, nadie se lo creería. No me lo creo.
Baker, 17.15 P.M.
Hemos llegado a Baker, pequeño pueblo en donde inicia su camino la carretera 127, la que nos llevará directamente al Valle de la Muerte. Llenamos el tanque. Nunca se sabe. La 127 es una carretera solitaria, flanqueda por un viento que desdibuja las montañas del fondo con su violencia inusitada. Pasamos por un aeródromo que exhibe, solitaria, una avioneta borrosa. A partir de aquí, la circulación desparece. Somos nosotros, Juan y yo, el coche y la carretera. El sol se está poniendo y el frio desolado se empieza a colar por el interior del convertible. Vuelvo a pensar en esta mujer y en esta vida que ya no voy a tener. Pero sin tristeza. Sé que más allá de las montañas no sólo está el Valle de la Muerte. Siento que, estando en un cruce de caminos, voy a saber qué dirección tomar. Seguro. Algo grande está por venir. En Soshonee, en el Crow Bar –un local lleno de cervezas, billares y clientes ausentes en la barra–, Juan adquiere una botella de licor de cerezas. ¡Que jodida bebida esta! Dulce, pegajosa, pero viciosa hasta la borrachera. esto cada vez se pone mejor. Oscuridad.
Death Valley Junction, 20.00 P.M.
Nos han advertido que durmamos aquí. Sale mejor de precio que en el Valle de la Muerte, donde el único hotel resulta ser de lujo tropical. Lo que son las cosas. Y tras el tremendo pulso que hemos forzado el Chrysler y yo, estoy cansado. Y, como Juan, borracho del maldito licor. Estamos ante el Amargosa Hotel. Nos atiende un chaval pelirrojo de no más de 18 años. “Hay que pagar por adelantado, 80 dólares la doble con baño”, dispara. Pago. No hay nadie para llevar las maletas. “Aquí, al borde del Valle de la Muerte, no se vive mal. No hay marcha, pero queda mucho tiempo para estudiar, y ya tendré tiempo. Además, esta es una ciudad libre de drogas”, me vende el chico. Palpo con mis dedos la bolsa con hongos alucinógenos que compré en Los Angeles a un mexicano con descaro. Mañana alucinaré en el Valle con las setas.
Vamos a cenar al único lugar practicable, a tres millas, pocos metros más allá de la frontera entre California y Nevada. Es el Stateline Saloon, claro. En el bar, lleno de tragaperras –estamos en Nevada–, hay una fantástica e inquietante colección de gorras de baseball. Y un juke box. Y un salón que, en mejores tiempos, conoció el brillo de la música country en directo. Creo que es el sitio donde, los sábados, se puede pillar lo poco que debe haber en el lugar. La vieja es agradable, y nos hace una pizza que me va a ocasionar una de las peores pesadillas estomacales que recuerdo. Meto unos dimes en la máquina para que suenen Lynyrd Skynyrd. Dos viejos desdentados, los únicos ocupantes de la larga barra, ríen.
Death Valley Junction, 07.30 A.M.
El tipo del hotel se pasó con nosotros. No hay ducha. En la bañera, me retuerzo para conseguir mojarme con el chorrito que sale del grifo. Ya en el bar, nos lo hacemos con café y magdalenas. Y me como los hongos. La cosa promete. Dejamos atrás el ominoso Amargosa Hotel, ponemos gasolina sin plomo al lado del Stateline y embocamos a 100 millas por hora la 190, directamente hacia el Death Valley. No hay nadie a la vista. El Valle de la Muerte es una loca disputa entre el infierno y el paraíso, entre la esterilidad pétrea y la magnificencia de sus paisajes prehistóricos, casi marcianos. El coche descapotado, mis ray ban, el sudor y el sol cegador son nuestros únicos compañeros en la velocidad y la desolación. Llegamos a Zabriskie Point, sí, a Zabriskie Point, y los hongos empiezan a subir, perezosos, hacia mi cerebro. Desde el mirador, las montañas torturadas por mil movimientos geológicos se envuelven sobre ellas mismas y se arrugan grotescamente en mil tonos de ocre. Es fantástico. ¿Qué ocurriría si me desnudara y corriese hacia los cañones que se retuercen entre el estallido colorista de Zabriskie?
Conducimos salvajemente mientras Guns & Roses chillan desde el radio casette que quieren volver a la tierra donde la hierba es verde y las chicas bonitas. Y yo quiero volver a casa. A alguna casa…
Furnace Creek, 10.15 A.M.
Estamos en el centro del Valle de la Muerte y en el centro del cebollón de los hongos. Furnace Creek es el oasis dentro del desierto. Artificial, claro, como todo. Un hotel de lujo, restaurantes, bares, campo de golf… Y una cabina telefónica al lado mismo de la bien asfaltada carretera. No quiero ver palmeras. El coche, sin saber cómo, se ha puesto al máximo de su poderoso motor. Paramos en mitad de una llanura infinita. Queremos caminar bajo el sol. Pisamos el bórax con nuestras botas. Hay bórax por todas partes. Los 49’ers, en busca de oro en 1949, pasaron y sufrieron y murieron en este valle desierto sin saber que bajo sus pies se escondía la riqueza. El crepitar del bórax milenario bajo la suela de las botas es el único sonido que rompe el opresor silencio guardado por la mole montañosa que bordea el Valle. Conducimos salvajemente mientras Guns & Roses chillan desde el radio casette que quieren volver a la tierra donde la hierba es verde y las chicas bonitas. Y yo quiero volver a casa. A alguna casa. Hemos llegado a las dunas de Mesquite Flat, no lejos de las Grapevine Mountains. Ese es el desierto puro y duro. Mientras Juan se pierde con sus máquinas más allá de las onduladas arenas, me quedo en el coche, sudando, mojado, recalentado por un sol que ha pasado de ser injusto a ser voluptuoso. Quizás los hongos… No hay agua, y los restos del licor de cerezas han resecado mi boca. Pasan los minutos, acaso las horas, y el ojo llameante que cuelga del cielo brutalmente azul me mira cada vez más opulentamente. Yo ya no soy yo. Soy sudor, soy fuego, soy sol. Soy desierto calcinado. Si esto es el infierno, no está mal. Pero me estoy quemando literalmente. Juan vuelve con la mirada perdida. Regresamos a Furnace Creek. Comemos. La camarera es una gordita llena de morbo que le rebosa desde el sugerente escote. Y ya en la bajada de los hongos, volvemos a golpear la carretera.
Devil’s Golf Courses, 16.15 P.M.
El Valle de la Muerte está lleno de lugares insólitos, alucinantes. Como los Campos de golf del diablo, una especie de mar eterno hecho con los milenios a partir de agua, sal, viento y lluvia. O como las salinas chatas y especulares del punto más bajo del hemisferio norte –86 metros bajo el nivel del mar. O como la estéril ilusión del Twenty Mule Team Canyon. O el Red Wall Canyon, o el Titus Canyon, o el Mosaic Canyon, o el Golden Canyon, o el espantoso Ubehebe Crater, o… A la puesta del sol, salimos de este lugar de espejismos reales: las Vegas nos espera esta misma noche.
Cathrop Wells, 19.45 P.M.
Estamos ya en camino hacia la ciudad de los neones. Los pueblos van pasando, veloces, fuera de las ventanillas del coche: Indian Springs, Paiutee Reservation… Las Vegas. Es noche cerrada cuando aparece, de repente, la famosa lightline de la capital mundial del juego. Quién sabe, quizás esta noche podamos comprar nuestra libertad en las máquinas tragaperras del Mirage.