Décimo día de confinamiento bajo el Teide. Acude a mi mente este cuento chino tradicional que pobló, junto a muchos otrs, mi fantasiosa infancia. Y aquí llueve y llueve en un llanto infinito…
La Guancha. Domingo, 22 de marzo de 2020
Música recomendada: Great rain (John Prine)
Había una vez un hombre, Chen Ting-Hua, durante la construcción de La Gran Muralla, que trabajaba como picapedrero. Tan duro era su trabajo, de sol a sol, que sólo llegar a su humilde choza, caía rendido en el desvencijado camastro y no despertaba hasta el alba.
Una noche, soñó…
Y soñó que era el Emperador de China. En su sueño, se vio convertido en el hombre más poderoso de la tierra, dueño de todos los destinos. Admirábase mientras paseaba por los inmensos y vacíos salones de la Ciudad Prohibida, solazábase con las primorosas obras de arte… Pronto, no obstante, comenzó a aburrirse de la soledad imperial.
Un buen día, se asomó a una de las ventanas del palacio y vio pasar un carruaje conducido por hombres en uniforme azul y dorado. En el carruaje iba un mandarín y un siervo sostenía sobre su cabeza una sombrilla dorada que lo protegía de los rayos del sol. Y todos a su paso, se inclinaban en señal de veneración.
Se dijo: “Yo pensaba que siendo el Emperador era el hombre más poderoso, pero este mandarín disfruta de la calle y todos se arrodillan ante él, mientras que yo estoy aquí en soledad. Quiero ser mandarín”.
Y al momento era un mandarín. Y estaba en un carruaje conducido por hombres con uniformes violeta y dorado. La envidiada sombrilla dorada era sostenida sobre su cabeza por un siervo también uniformado. Todo lo que su corazón había ansiado ya era suyo.
Sin embargo, no fue suficiente. Porque, a pesar de la sombrilla, el sol, al poco rato lo tenía acalorado y sudando. Miró hacia el astro y gritó enojado: “El sol es más poderoso que yo; ¡oh, si tan sólo yo fuera el sol!”.
Y fue sol, y se sintió orgulloso de su poder. Arrojaba su ardor en todas las direcciones como rayos, quemaba la vegetación de los campos y tostaba los rostros de príncipes y trabajadores por igual. Pero al poco tiempo comenzó a cansarse de su poder, porque no había nada nuevo para hacer. El descontento volvió a ensombrecer su corazón y cuando una nube cubrió su rostro impidiéndole ver más allá de sus narices se quejó: “¿Es que una nube puede anular el poder de mi ardor? ¡Una nube es más poderosa que yo! ¡Ojalá fuera yo nube, la más poderosa de todas las nubes!”.
Y nube fue, entre el sol y la tierra. Ocultó los rayos del sol y la vegetación volvió a verdecer y floreció. Durante días dejó caer agua sobre la tierra hasta que los ríos desbordaron y las plantaciones se inundaron. Pueblos enteros fueron destruidos por las tormentas y arrasados por el agua. Sólo una gran roca en la ladera de la montaña permanecía intacta. La nube quedó asombrada por la majestad de la roca y exclamó: “¿Será la roca más poderosa que yo? ¡Si tan sólo yo fuera roca, qué fuerte sería!”.
Y roca fue y se enorgulleció de su poder. Ni el calor del sol ni la fuerza de la lluvia podían conmoverla. “Esto es lo mejor del mundo”, pensó. Pero un día oyó un ruido extraño y cuando se asomó para ver de dónde provenía vio a sus pies a un picapedrero empuñando afiladas herramientas. Un temblor recorrió todo su cuerpo y un gran bloque se desprendió de él y cayó al suelo. Entonces gritó enardecido: “¿Una despreciable criatura de la tierra es más poderosa que una roca? ¡Oh, si tan sólo yo fuera un hombre!”.
Y un hombre fue, un picapedrero.
Entonces despertó.