Tantas coincidencias con Luchini me están comenzando a preocupar; pero no puedo evitar aplaudir esta crónica porque, siendo yo ya fan previo del Orobianco, el preciso análisis de mi colega me certifica que no sólo no andaba errado, sino que hasta me quedé corto.
Música recomendada: Feel like making love (Bad Company)
Descubrí el restaurante italiano “Orobianco” de Calpe hace casi tres años, de la mano de mi compañero, amigo y me atrevería a decir compinche Santos Ruiz. Estaba claro que era un proyecto ambiciosísimo, al frente del cual se situaba el chef estrellado transalpino Enrico Croatti, procedente de Cortina d’Ampezzo… pero con un largo camino que recorrer. Una segunda visita me ha permitido comprobar que buena parte de ese camino ya ha sido recorrido, aunque para ello, como decía Lampedusa, hayan tenido que cambiar algunas cosas. Para empezar, el cocinero. Hace ya tiempo que Croatti fue sustituido por Ferdinando Bernardi, natural de esa preciosa ciudad balneario de Emilia Romagna que es Rímini, conocida en todo el mundo por ser la cuna de Federico Fellini. Y el cambio ha sido, al igual que casi todos los que hace Simeone, para bien.
Bernardi, apoyado en un sólido dominio técnico y con una creatividad desbordada y exuberante, ha dado a luz a lo que podría definirse como fusión ítalo-calpina, con la tradición de su país como punto de partida y los privilegiados ingredientes de la Marina Alta alicantina, tanto de la huerta como, especialmente, del mar jugando un rol protagónico. El resultado, un proyecto moderadamente vanguardista, lleno de sorpresas y con mimo del detalle, que se ha convertido en el primer, y hasta el momento único, restaurante italiano distinguido con una estrella por la siempre discutible Guía Michelin, en este caso menos discutible que casi nunca.
Antes de entrar en materia con el menú de este extraño verano 2020, es obligatorio hacer una mención al escenario. Situado en una urbanización a las afueras de Calpe, en lo alto de una colina, “Orobianco” regala a sus comensales la mejor vista posible de la localidad, con el impresionante Peñón de Ifach enseñoreándose de la línea del horizonte y mirando desde arriba y casi con desprecio a los impersonales y elevados edificios construidos durante el desarrollismo turístico de los años 60 que, sin llegar al nivel hortera y pavoroso de la vecina Benidorm, nos recuerdan que el ser humano (sobre todo si se dedica a la política) es capaz de cometer las mayores tropelías.
Bernardi ofrece dos menús degustación, uno más corto, (R)evolución, con siete platos
(75 euros), y otros más largo, con nueve, Único(110 euros). Ambos incluyen cuatro panes artesanos hechos en la casa con masa madre (ojo a la focaccia), acompañados por una adictiva salsa de tomate seco, anchoas y alcaparra con AOVE, y esas mignardises afrancesadas que Michelin casi obliga a tener a todos los restaurantes que quieren figurar en sus páginas. Por supuesto, ya que estaba allí, me lancé a por el largo… con un añadido, que explicaré después.

Empezamos con tres entrantes. Gazpacho de mar: una sopa fría de tomate que poco tiene que ver con la andaluza, porque es al estilo italiano (lleva incluso jengibre) y acompaña a un atún cortado en sashimi y otros pescados. Es más mar que gazpacho y, cuestión subjetiva, echo en falta un poco más de rock and roll en forma de vinagre o picante. Pescado azul con espuma de berenjena asada y amaretto: perfecta combinación, con una sabrosa caballa, perlas de amaretto que le dan complejidad al plato y la berenjena como gran estrella del mismo. Un soberbio trampantojo de mar y montaña, “Tagliolini” de calamar ai funghi, con una potentísima salsa, reducida casi hasta el límite, que ensalza la textura de las tiras de calamar, cierra esta primera fase.
Metidos en harina (perdón por el chiste fácil), es el momento de pasar a la pasta, donde Bernardi se luce hasta el infinito y más allá. Vean, si no. Spaghetto alla bottarga y lubina: puro mar en la boca, con la sorpresa de un puntito dulce procedente de la bottarga que el propio chef prepara con mújol de la zona. Risotto alla parmesana y quisquillas, para demostrar que la combinación entre marisco y pescado puede llegar a funcionar maravillosamente. Con una notable presencia de notas cítricas, que al chef le gustan mucho y una presentación bellísima.
Y aquí llega el añadido del que hablaba, como diría el añorado Marcos Mundstock al final de una actuación de Les Luthiers, “absolutamente fuera de programa”. Se trata de una carbonara de galeras que ya no está en carta (aunque volverá en el futuro) por razones tan obvias como que la temporada de este marisco ha terminado. Pero el chef guarda unas cuantas para consumo propio y como, hace un par de semanas, habíamos participado juntos en una Master Class para la Cámara de Comercio Italiana en España dentro del proyecto True Italian Taste para reivindicar los productos italianos auténticos (obviamente, la master class era cosa suya, mi misión era presentarles a él y a los productos) donde presentó esta receta, me permitió probarla. Simple y llanamente, uno de los grandes platos de los últimos tiempos, que evoca absolutamente a la carbonara original pero al mismo tiempo nos sumerge en la Costa Blanca. Una explosión de sabores y texturas que dura y dura en el paladar más que una pila Duracel.

Después de esto, complicado ir hacia arriba. Pero no tanto si se tienen en la recámara unos cappelletti de cordero con limón y regaliz, un plato de casquería pura y dura que descolocará a más de uno por su intensidad y osadía y en el que vuelven a aparecer las notas cítricas. Personalmente, yo hubiera cerrado la parte salada aquí, pero el público que acude a restaurantes estrellados semueve dentro de ciertos clichés, como terminar con una carne más “tradicional”. Y esa concesión a la comercialidad la marca el wagyu al balsámico con zanahoria ahumada, irreprochable en todos los sentidos pero que aporta poco al conjunto del menú por su escasa personalidad. Eso sí, que bueno está muy bueno, es indiscutible.
Como postres, sin recurrir al cansino chocolate, un refrescante cóctel de sandía y pasión… de cereza, con un interesante juego muy técnico de texturas al rededor de esta frutilla. La carta de vinos, que maneja con buen criterio el joven Heguer Castellanos, resulta, inesperadamente, más interesante en el apartado de españoles que en el de italianos, asignatura a mejorar en un futuro más o menos cercano. Y, quien así lo desee, puede terminar la velada subiendo a la acogedora azotea a seguir disfrutando de las maravillosas vistas y acompañarlas con un cóctel, ya sea clásico o creativo, tuneado a los gustos de cada quien. Porque, ¿qué mejor que acabar en las alturas cuando se está de un italiano de altura?